La Disciplina de la Iglesia
La Marca ausente. [1]
Por el Dr. Albert Molher, Jr.
Presidente del Seminario Teológico Bautista del Sur en Louisville, Kentucky
“Lo que es puro se corrompe mucho más rápidamente de lo que se purifica lo que está corrupto”
- Juan Casiano (360 -435)
La negación de la disciplina en la iglesia es tal vez la falla más visible de la iglesia contemporánea. Al no tener interés en conservar la pureza doctrinal y en el estilo de vida, la iglesia contemporánea se ve a sí misma como una asociación voluntaria de miembros autónomos, que deben una mínima obligación moral hacia Dios, y mucho menos unos para con los otros.
La ausencia de la disciplina en la iglesia ya no es un asunto que se considere importante, aún más, generalmente ni se menciona. La disciplina regulativa y restauradora de la iglesia es, para muchos miembros de las iglesias, un asunto olvidado, por no decir desconocido. La presente generación tanto de ministros como de miembros de la iglesia virtualmente no tiene ninguna experiencia en cuanto a la práctica de la disciplina.
De hecho, la mayoría de Cristianos al ser confrontados con la enseñanza bíblica de la disciplina de la iglesia confiesan que este es un asunto del cual nunca antes habían escuchado. Cuando lo escuchan por primera vez, lo encuentran tan anticuado y tan extraño, casi como la Inquisición Española o los juicios de brujas en Salem. La única idea que tienen del ministerio disciplinario de la iglesia viene de la invención literaria (novela) conocida como “La Letra Escarlata”.
[“La Letra Escarlata” es una novela que luego Holywood llevó a la pantalla sobre una mujer casada que en una Colonia de Puritanos, resulta embarazada en ausencia de su esposo. La mujer es obligada a bordar en todos sus vestidos una letra A roja que la identifica como adúltera. Al final de la novela se descubre que el padre de la criatura era el ministro]
Y aún así, sin la recuperación de una disciplina funcional para la iglesia – establecida sobre los principios revelados en la Biblia – la iglesia continuará su constante deslizamiento a la disolución moral y hacia el relativismo. Los “evangélicos” antiguos reconocían la disciplina como la “tercera marca” de una iglesia auténtica. [2]. La disciplina auténtica y bíblica no es una cuestión opcional, sino una marca necesaria e integral para el Cristianismo auténtico.
¿Cómo ocurrió esto? ¿Cómo pudieron las iglesias abandonar de forma tan generalizada una de sus responsabilidades y funciones más esenciales? La respuesta se encuentra en el desarrollo tanto interno como externo de las iglesias.
Para ponerlo de forma simple, el abandono de la disciplina en las iglesias está ligado directamente con el acomodo del Cristianismo a la Cultura Americana. Conforme avanzó el siglo 20, este incremento en el acomodamiento fue evidente al rendirse la iglesia ante una cultura de individualismo moral.
Aunque el siglo 19 no fue tampoco la era dorada del evangelicalismo Americano, ese siglo pude ver la consolidación de la teología y los patrones de las iglesias. Los manuales para el orden en las iglesias y para la disciplina que se publicaron en ese siglo indican que la práctica de la disciplina era algo regular en las iglesias. Las congregaciones protestantes ejercían la disciplina como una forma necesaria y natural del ministerio para los miembros de la iglesia, para proteger la integridad doctrinal y moral de la congregación.
Como ardientes congregacionalistas, los Bautistas del siglo 19 dejaron un registro particularmente instructivo con respecto a la disciplina. El Historiador Gregory. A. Willis comentó de forma muy atinada: “Para los Bautistas anteriores a la guerra civil, una iglesia sin disciplina difícilmente era considerada como una verdadera iglesia” [3]. Las iglesias tenían lo que se denominaba “Días de Disciplina Regular”, en los cuales la congregación se reunía para sanar cualquier diferencia en el compañerismo, amonestar a los miembros rebeldes, reprender a los obstinados y, si era necesario, excomulgar a los que resistían la disciplina (impenitentes). Esto se hacía porque se consideraba vital el patrón bíblico establecido por Cristo y los apóstoles para la corrección de los discípulos.
Ninguna esfera de la vida quedaba fuera de la consideración para dar cuentas ante la iglesia. Los miembros debían conducir sus vidas y su testimonio en armonía con la Biblia y con los principios morales establecidos. Dependiendo de la política de la denominación, la disciplina era codificada en los pactos de la iglesia, en los libros de disciplina, manuales congregacionales, y confesiones de fe. La Disciplina cubría tanto la doctrina como la conducta. Los miembros podían ser disciplinados por conductas que violaran los principios bíblicos o los pactos convenidos en la iglesia, pero también por causa de violaciones a la creencia y doctrinas aceptadas en la iglesia. Los miembros se consideraban bajo la autoridad de la congregación y eran responsables unos de otros.
Al iniciar el siglo 20, sin embargo, ya la disciplina de la iglesia estaba en franca decadencia. Fue el momento en que llegó la “Ilustración” y la crítica de la Biblia y de las doctrinas ortodoxas se esparció ampliamente. Hasta las denominaciones más conservadoras empezaron a mostrar evidencia del descuido en la atención a la teología ortodoxa. Al mismo tiempo, la cultura general se comenzó a adoptar una clase de moral que era individualista y autónoma. El resultado de estos desarrollos internos y externos fue el abandono de la disciplina de la iglesia y cada vez más y más áreas de la vida de los miembros se comenzaron a considera fuera de la incumbencia de la congregación.
Este gran cambio en la forma de vida de las iglesias fue seguido por las tremendas transformaciones culturales de inicios del siglo 20 – una era del pensamiento “progresivo” y la liberalización de la moral. Ya para los años 1960, solo una minoría de iglesias pretendía si acaso practicar el principio regulativo de la disciplina. De manera significativa, se pudo notar que cuando se abandonó la disciplina moral también se fue abandonando la responsabilidad de ser confesional, es decir, de mantener la pureza doctrinal.
La categoría teológica del pecado ha sido ahora reemplazada, en muchos círculos, con el concepto psicológico de terapia. Y como lo ha argumentado Philip Reiff, el “triunfo de la terapia” es ahora el soporte de la moderna cultura Americana. [4] Los miembros de las iglesias ya no pecan sino que – “toman malas decisiones”, “no logran el nivel que les exige esta cultura opresora”, o bien “no se han podido auto- realizar”, pero como se dijo, ya no pecan.
Los individuos reclaman para sí mismos una enorme zona de privacidad y autonomía moral y personal. La congregación – redefinida ahora como una mera asociación voluntaria – no tiene derecho a invadir este espacio. Muchas congregaciones han luchado por quitarse la responsabilidad de confrontar hasta los más públicos pecados de sus miembros. Consumidos por los métodos pragmáticos para lograr crecimiento en la iglesia y por la “ingeniería congregacional”, la mayoría de las iglesias dejan los asuntos de nivel moral en el dominio de la conciencia individual de cada miembro.
Como lo afirma Thomas Oden, la confesión de pecado es ahora algo pasado de moda y terriblemente anticuado para muchos.
El reduccionismo naturalista nos ha llevado a reducir los pecados individuales, considerándolos simples consecuencias de las influencias sociales, de manera que ya los individuos no son responsables. El hedonismo narcisista ha imposibilitado cualquier plática con respecto a la confesión de pecado por tratarse de una acción para nada gratificante y disfuncional de la conducta. El individualismo autónomo ha logrado que haya un divorcio entre el pecado y el deber hacia la comunidad. El relativismo absoluto ha considerado los valores morales como una cuestión tan ambigua que no hay forma de medir si algo puede considerarse malo o no. Entonces, la era moderna, que se caracteriza por una mezcla de estas cuatro corrientes ideológicas, se ha encargado de erradicar la confesión, y hacerla parecer como algo vergonzoso dentro de las iglesias que están bien acomodadas al sistema moderno. [5]
La noción misma de la vergüenza ha sido descartada por una generación para la cual este término es innecesario y solo sirve para impedir la completa realización personal. Hasta los observadores seculares han notado la falta de vergüenza en la cultura moderna. James Twichell comenta esto:
“En la última generación hemos procurado hacer la vergüenza a un lado. Los movimientos del potencial humano y de la memoria en recuperación dentro de la psicología; el relativismo moral del Cristianismo orientado a la audiencia; la liberación de los sentimientos de culpa, y la aceptación de que todas las ideas son igualmente buenas según la educación superior; el surgimiento de conductas de irrespeto a la ley, y la extraña tendencia de presentar la Historia de modo que ciertos grupos se sientan libres de culpa, y ese tono: “yo me siento bien, libre de culpa, usted sí que debería avergonzarse de usted mismo”, en los discursos políticos, son solo algunos de los ejemplos en los que todo esto se puede comprobar.” [6]
El Sr. Twitchell considera que la iglesia Cristiana ha ayudado a que esta situación de transformación moral y de abandono de la vergüenza se haya dado. Al mirar a la iglesia Cristiana en la actualidad, solo se puede observar una leve sombra de lo que una vez estuvo pintado en vivos colores. El Cristianismo simplemente se ha perdido. Ya no representa más el ideal. El sexo está sin control. Los días de la vergüenza se han ido. El Diablo y el pecado se han escondido. [7]. Y como lo lamenta Twichell, “Ve y no peques más” ha sido reemplazado por “No juzguéis para que no seáis juzgados”.
La demostración de este abandono de la moral se puede ver en las principales denominaciones Protestantes, que se han rendido ante la ética de liberación sexual. Los protestantes liberales ya perdieron toda credibilidad moral en la esfera sexual. El Homosexualismo no es condenado, aunque la Biblia lo condena claramente. Por el contrario, hay un lugar especial para los homosexuales en sus denominaciones y se les conceden publicaciones especiales y derechos especiales.
Y los Evangélicos, aunque todavía afirman adherirse a los estándares bíblicos de moralidad, se han rendido por completo ante la cultura del divorcio. ¿Dónde están las congregaciones evangélicas que afirmaban que los votos matrimoniales debían ser cumplidos? En gran medida, los evangélicos están justo detrás de los protestantes liberales en cuanto a su acomodo a esta cultura del divorcio, cambiando la monogamia por un concepto de fidelidad marital hacia la esposa que se tenga en el momento. Esto también ha sido notado por los observadores seculares. David Blankenhorn del Instituto de Valores Americanos dijo que “en las tres décadas anteriores, muchos líderes religiosos… han abandonado el tema del matrimonio como un asunto de importancia religiosa, han tomado entonces la opinión de otros líderes y abogados familiares de la sociedad secular. Algunos miembros del clero parece que han perdido el interés de defender y fortalecer el matrimonio. Algunos otros reportan que les preocupa ofender a algunos miembros que son divorciados o que viven en unión libre, sin casarse.” [8]
Unido a esta preocupación por ofender a los miembros de la iglesia está el surgimiento de la “cultura de derechos”, la cual entiende a la sociedad meramente en términos de derechos individuales y no de responsabilidades morales. Mary Ann Glendon de la Escuela de Leyes de Harvard habla sobre la sustitución que se ha hecho del “discurso sobre los derechos” por el “discurso moral” [9]. Al ser incapaz de tratar con las categorías morales, los hombres y mujeres modernas han recurrido al único lenguaje moral que conocen y entienden – el muy atendido discurso sobre “los derechos” que la sociedad no tiene autoridad para limitar o negar. Este “discurso sobre los derechos” no está limitado a la sociedad secular, sin embargo. Los miembros de las iglesias se aferran tanto a su propio “discurso sobre los derechos” que las congregaciones han tenido que llegar a considerar casi cualquier tipo de conducta, o “estilo de vida” como aceptable, o por lo menos, fuera de los límites de la sanción congregacional.
El resultado de esto, es la pérdida del patrón bíblico para la iglesia – y el colapso del Cristianismo auténtico en esta generación. Como lo lamenta Carl Laney: “la iglesia de hoy está sufriendo de una infección que se ha dejado empeorar… Como una infección debilita el cuerpo destruyendo sus mecanismos de defensa, así la iglesia se ha debilitado por causa de esta horrenda llaga. La iglesia ha perdido su poder y efectividad de servir como un vehículo social, moral y de cambio espiritual. Esta enfermedad es causada, por lo menos en parte, por la negligencia en el ejercicio de la disciplina.” [10]
La Santidad y el Pueblo de Dios
A través de la Biblia, el pueblo de Dios se caracterizó por un distintivo de pureza. Esta pureza moral no es obra de su propia creación, sino que es la obra de Dios en medio de ellos. Como dijo el Señor a los hijos de Israel: “Yo soy Jehová tu Dios. Consagraos para ser santos, porque yo soy santo” (Levítico 11:44a) [11]. Al haber sido escogidos por un Dios Santo, para ser un pueblo que llevara Su nombre, el pueblo escogido de Dios debe reflejar Su santidad por medio de una forma de vida, por la forma de adoración y por sus creencias.
El código de santidad es un punto central para poder entender el Antiguo Testamento. Como nación escogida de Dios, Israel tenía que vivir de acuerdo con la Palabra y Ley de Dios, lo cual haría que los hijos de Israel fueran visiblemente diferentes de sus vecinos paganos. Como dijo el Señor a Moisés: “Guardad cuidadosamente los mandamientos de Jehová vuestro Dios, y sus testimonios y sus estatutos que te ha mandado. Y haz lo recto y bueno ante los ojos de Jehová, para que te vaya bien, y entres y poseas la buena tierra que Jehová juró a tus padres;” (Deuteronomio 6:17-18).
Se le recuerda a la nación que a partir de ese momento debe ser conocida por el nombre de Dios y que debe reflejar Su santidad. “Porque tú eres pueblo santo para Jehová tu Dios, Jehová tu Dios te ha escogido para serle un pueblo especial, más que todos los pueblos que están sobre la tierra” (Deuteronomio 7:6). Dios prometió fidelidad en Su pacto pero esperaba que ellos obedecieran Su Palabra y siguieran Su ley. El sistema judicial de Israel estaba diseñado en gran medida para proteger la pureza de la nación.
En el Nuevo Testamento, la iglesia también se describe como el pueblo de Dios, los cuales son visibles al mundo por medio de su vida de pureza y por la integridad de su testimonio. Como Pedro instruyó a la iglesia: “Mas vosotros sois pueblo escogido, real sacerdocio, nación santa, pueblo adquirido por Dios, para que anunciéis las riquezas del que os llamó de las tinieblas a su luz admirable. Antes no erais pueblo, mas ahora sois pueblo de Dios; antes no habíais alcanzado misericordia, mas ahora habéis alcanzado misericordia” (I Pedro 2:9-10)
Pedro continuó: “Amados hermanos, os ruego como a extranjeros y peregrinos que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma, manteniendo buena vuestra manera de vivir entre los gentiles, para que en lo que murmuran de vosotros como de malhechores, glorifiquen a Dios en el día de la visitación, al considerar vuestras buenas obras”. (I Pedro 2:11-12).
Como el nuevo pueblo de Dios, la iglesia debe considerarse a sí misma como una comunidad extranjera en medio de las tinieblas espirituales que la rodean – extranjeros en el mundo que tienen que abstenerse de las lujurias y placeres del mundo. La iglesia debe caracterizarse por su pureza y santidad y debe perseverar en defender la confesión de aquella Fe que fue dada una vez a los santos. En vez de rendirse en el ambiente moral (o más bien inmoral), los Cristianos deben notarse por causa de su buena conducta. Así como Pedro lo resumió “Como el que os llamó es Santo, sed santos en toda vuestra manera de vivir” (I Pedro 1:15).
El apóstol Pablo ligó claramente la santidad que se espera de un creyente con la obra completa de Cristo en la redención: “Y a vosotros también que erais en otro tiempo extraños y enemigos en vuestra mente, haciendo malas obras, ahora os ha reconciliado, en su cuerpo de carne, por medio de la muerte, para presentaros santos y sin mancha e irreprensibles delante de él” (Colosenses 1:21-22). Claramente, esta obra de santificación en el creyente es completada por la obra de Dios; la santidad es la evidencia de que Él ha realizado una obra de redención. A la congregación de Corinto Pablo les urgió de esta manera: “limpiémonos de toda contaminación de carne y de espíritu, perfeccionando la santidad en el temor de Dios” (II Corintios 7:1).
La identidad de la iglesia como pueblo de Dios ha de ser evidente en su confesión pura de Cristo, su claro testimonio del Evangelio y su santidad moral ante el mundo que observa. Ninguna otra cosa podrá marcar a la iglesia como lo que debe ser: el vaso donde Dios derramó el evangelio para que sea bebido por los que tienen sed.
Disciplina en el cuerpo
La primera dimensión de la disciplina en la iglesia es aquella que ejerce Dios directamente cuando trata con cada creyente. El libro de Hebreos advierte: “Habéis olvidado la amonestación que como a hijos se os dirige: “Hijo mío, no menosprecies la disciplina del Señor, ni desmayes cuando eres reprendido por él; Porque el Señor al que ama, disciplina, y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos, porque ¿qué hijo es aquel a quien el padre no disciplina? Pero si se os deja sin disciplina, de la cual todos han sido participantes, entonces sois bastardos, y no hijos. Por otra parte, tuvimos a nuestros padres terrenales que nos disciplinaban, y los venerábamos. ¿Por qué obedeceremos muco mejor al Padre de los espíritus y viviremos? Y aquéllos, ciertamente por pocos días nos disciplinaban como a ellos les parecía, pero éste para lo que nos es provechoso, para que participemos de su santidad. Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados”. (Hebreos 12:5-11)
Esta disciplina se manifiesta con frecuencia en el sufrimiento – tanto individual como congregacional. La persecución por parte del mundo tiene un efecto purificador en la iglesia. Esta persecución no es algo que se debe buscar, pero cuando la iglesia es “probada por fuego”, debe mostrar su pureza y honestidad al recibir esta disciplina, como los hijos reciben la disciplina paterna. Esta analogía resulta muy extraña ahora, porque en muchas familias la disciplina ha desaparecido, al igual que en las iglesias, ya no se practica más. En muchas casas los hijos son tratados como soberanos, no se les corrige, y el desmoronamiento de las familias ha provocado también una pérdida en la credibilidad social en esta institución divina. La amorosa disciplina que se muestra en el pasaje bíblico anterior es tan extraña para las familias como lo es para la mayoría de las iglesias.
Dios ejerce su amorosa disciplina sobre Su pueblo, porque es Su derecho soberano y lo hace por causa de su carácter moral – por Su propia santidad. Su disciplina paternal establece además la autoridad y el patrón de la disciplina de la iglesia. La corrección tiene el propósito grandioso de restaurar y el propósito aún más alto de reflejar la santidad de Dios.
La segunda dimensión de la disciplina consiste en que esta responsabilidad ha sido encomendada a la iglesia misma. Así como Dios disciplina amorosamente a los que Él ama, la iglesia debe ejercitar la disciplina como parte integral de su responsabilidad moral y teológica, porque las iglesias pueden perder su reputación, lo cual se puede comprobar en el Nuevo Testamento.
El apóstol Pablo confrontó a la congregación de Corinto con respecto a un espantoso caso de inmoralidad, “fornicación, cual ni aún se oye entre los gentiles” (I Corintios 5:1). En este caso, parece que la iglesia estaba enterada de la relación de incesto, y no habían tomado ninguna acción.
“¡Y vosotros estáis envanecidos! ¿No debierais más bien haberos lamentado, para que fuese quitado de en medio de vosotros al que cometió tal acción? Esta es una acusación seria de Pablo a la congregación. Luego él les instruye que deben actuar rápidamente y de común acuerdo quitar a tal persona de la comunión. También les advierte: “vuestra jactancia no es buena. ¿No sabéis que un poco de levadura leuda toda la masa? Limpiaos, pues, de la vieja levadura, para que seáis nueva mas, sin levadura como sois” (vv. 6-7 a).
Pablo estaba asombrado de que los Cristianos en Corinto pudieran tolerar tan horrible pecado. El incesto, aunque no era desconocido en el mundo pagano, era universalmente condenado. En este aspecto, la iglesia de Corinto había caído a un estándar aún más bajo que el del mundo pagano al cual tenía que testificar. Pablo ya les había hecho advertencias, y menciona una carta anterior, la cual no llegó a nosotros:
“Os he escrito por carta, que no os juntéis con los fornicarios; no absolutamente con los fornicarios de este mundo, o con los avaros, o con los ladrones, o con los idólatras; pues en tal caso os sería necesario salir del mundo. Más bien os escribí que no os juntéis con ninguno que, llamándose hermano, fuere fornicario, o avaro, o idólatra, o maldiciente, o borracho, o ladrón; con el tal ni aún comáis. Porque ¿qué razón tendría yo para juzgar a los que están afuera? ¿No juzgáis vosotros a los que están dentro? Porque a los que están fuera, Dios juzgará. Quitad, pues, a ese perverso de entre vosotros.”
La preocupación profunda de un apóstol lastimado es evidente en estos versos, el cual llama a los Corintios a tomar pronta acción y ejercitar la disciplina. Habían caído en un pecado corporativo al tolerar la presencia de un pecador impenitente y arrogante en medio de ellos. Su testimonio moral había sido oscurecido y ahora el compañerismo era impuro. Estaban tan cegados que no podían darse cuenta de la ofensa que todos en conjunto habían cometido contra el Señor. El pecado abierto en medio de ellos sería como un cáncer, el cual si se dejaba sin tratamiento, llegaría a carcomer al cuerpo entero.
En la segunda carta a los Tesalonicenses, Pablo ofrece una instrucción similar, una preocupación combinada tanto por la pureza moral como por la conservación de la ortodoxia. “… os ordenamos, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os apartéis de todo hermano que ande desordenadamente, y no según la enseñanza que recibisteis de nosotros.” (II Tesalonicenses 3:6) Pablo les instruye a seguir su propio ejemplo “pues nosotros no anduvimos desordenadamente entre vosotros” (v. 7)
El Patrón de la Disciplina Apropiada
¿Cómo deberían haber reaccionado los Corintios ante el pecado público? Pablo les ordena entregar el pecador a Satanás y sacarlo de en medio de ellos. ¿Cómo debe hacerse esto? A los Gálatas Pablo les escribió así: “Si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales restauradle con espíritu de mansedumbre. Considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado.” (Gálatas 6:1). Esta enseñanza es muy clara, indica que los hermanos líderes espirituales de la iglesia han de confrontar al miembro que ha pecado con un espíritu humilde y gentil, y la meta siempre es la restauración. Pero, ¿Cuáles son los pasos a seguir?
El Señor mismo proveyó estas instrucciones cuando les enseñó a Sus discípulos: “Si tu hermano peca contra ti, ve y repréndele estando tú y él solos. Si te oyere, habrás ganado a tu hermano. Pero si no te oyere, toma uno o dos testigos contigo, para que en boca de dos o tres testigos conste toda palabra. Si no los oyere a ellos dilo a la iglesia, y si no oyere a la iglesia, tenle por gentil y publicano” (Mateo 18:15-17)
Cuando la confrontación privada no conduce al arrepentimiento, la restauración y la reconciliación, el siguiente paso es tomar testigos. Jesús citó la ley de Deuteronomio, la cual requería de varios testigos para la convicción de un crimen. Aquí parece que Su propósito era mayor que simplemente establecer los hechos del caso. Jesús parece indicar que la presencia de testigos en el evento de la confrontación, añade un testimonio que corrobora que se está tratando con el hermano ofensor. El hermano entonces, no podrá aludir que no se le confrontó apropiadamente con respecto a su falta, en un contexto de hermandad.
Si el hermano no atiende aún habiendo sido tratado por varios hermanos, esto se vuelve un asunto de competencia de la congregación entera. Jesús ordena “Dilo a la iglesia”, y la iglesia debe juzgar el asunto ante el Señor y rendir un veredicto que el pecador está obligado a atender. Este es el paso más extremo y serio, y la congregación carga ahora con toda la responsabilidad corporativa para tratarlo. La iglesia debe rendir su juicio basada en los principios de la Palabra de Dios y en los hechos del caso. De nuevo, sin perder de vista que la meta es la restauración del hermano o hermana que ha pecado – no con el afán de realizar un espectáculo público.
Es muy triste cuando sucede que esta práctica de confrontación congregacional no llegua a dar resultados. En este caso, la única solución es la separación del hermano ofensor. “Tenedle por gentil y publicano”, instruyó el Señor, indicando que la separación debería ser real y pública. La congregación ya no lo considerará más como un hermano parte de la iglesia. Esta medida tan drástica se debe seguir cuando el hermano o hermana no se somete voluntariamente a la disciplina de la iglesia. Debe aclararse que aún así, la iglesia debe seguir testificando a esta persona, pero ya no como si fuera un hermano, a menos que se arrepienta y su restauración sea evidente.
El poder de las llaves
¿Cuál es la autoridad de la iglesia en el ejercicio de la disciplina? Jesús trató este asunto de forma directa, cuando anunció el establecimiento de la iglesia luego de la gran confesión de Pedro: “Y a ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y todo lo que atares en la tierra será atado en los cielos; y todo lo que desatares en la tierra será desatado en los cielos”. (Mateo 16:19). Este “poder de las llaves” es una de las controversias entre los evangélicos y la iglesia de Roma. Los Católico-romanos creen que el papa, es el sucesor de Pedro, y por lo tanto, él tiene estas llaves, y el poder de atar y desatar. En cambio, los protestantes creen que el Señor le dio estas llaves a la iglesia. Esta interpretación tiene soporte en la repetición de esta asignación que aparece en Mateo 18:18: “De cierto os digo que todo lo que atéis en la tierra, será atado en el cielo; y todo lo que desatéis en la tierra, será desatado en el cielo.” Aquí el contexto nos revela que el poder de atar y desatar no fue dado a un hombre sino a la iglesia. [12]
Los términos atar y desatar eran familiares porque eran utilizados por los rabinos del primer siglo para referirse al poder de juzgar asuntos basados en la Biblia. Las autoridades Judías determinaban si alguna parte de las Escrituras se aplicaba a cierta situación específica, y así emitían un juicio que “ataba”, lo cual significaba que restringía, o bien, se daba un juicio que “desataba”, lo cual significaba que se liberaba la restricción. La iglesia aún carga con esta responsabilidad y ostenta este poder. Juan Calvino, el reformador de Ginebra, creía que el poder de atar tenía que ser entendido como la excomunión, y el poder de desatar significaba la recepción en la membresía: “Pero la iglesia ata a aquel al cual excomunica – no enviándolo a la ruina y desesperanza eterna, sino porque condena su forma de vida y su moral, y le advierte al pecador de la condenación si no se arrepiente. Lo desata cuando lo recibe en la comunión, porque lo hace partícipe de la unidad que es en Cristo Jesús”. [13]
La interpretación de Calvino está en completo acuerdo en este punto con la de Martín Lucero, cuyo ensayo sobre “Las llaves” (1530) es una refutación masiva de la pretensión papal y de la tradición católico romana. Lutero veía las llaves como uno de los dones de Cristo a la iglesia. “Ambas llaves son extremadamente necesarias en el Cristianismo, tanto, que nunca podríamos agradecer suficiente a Dios por esto”. [14] Como pastor y teólogo, Lutero vio la gran necesidad de que la iglesia utilizara estas llaves, y entendió que este ministerio correspondía a la gracia para la recuperación de santos pecadores:
“Porque el Amado, el fiel Obispo de nuestras almas, Jesucristo, sabe bien de la debilidad de Sus amados Cristianos, que el diablo, la carne y el mundo tentarían de forma incesante y que muchas veces y de muchas maneras, caerían en pecado. Por tanto, Él nos ha dado este remedio, la llave que ata, para que no permanezcamos demasiado confiados en nuestros pecados, arrogantes, bárbaros y sin Dios, y la llave que desata, para que no lleguemos a la desesperanza por nuestros pecados” [15]
¿Qué diremos de un líder que cae en pecado? Pablo instruye a Timoteo que un líder de la iglesia – un anciano- debe ser considerado como “digno de doble honor” si ejerce bien su cargo (I Timoteo 5:17). Cuando un Anciano peca, sin embargo, esta es una cuestión de graves consecuencias. Primero que todo, solo se debe admitir la acusación si hay testigos que puedan corroborar la falta. Pero si la acusación es corroborada debidamente, debe ser “reprendido públicamente, para que los otros también teman” (I Timoteo 5:20). Claramente, vemos que el liderazgo conlleva una carga más pesada, y los pecados de uno que ejerce como Anciano causan una mayor injuria a la iglesia. La reprensión pública es necesaria, porque el líder ha pecado contra la congregación entera. Como bien nos advierte Santiago, “Hermanos míos, no os hagáis maestros muchos de vosotros, sabiendo que recibiremos mayor condenación.” (Santiago 3:1) [Una traducción más exacta dice “sabiendo que seremos juzgados más estrictamente”]
Los escándalos relacionados con fallas morales por parte de los líderes de la iglesia, han causado un gran daño a la causa de Cristo. Se debe juzgar más duramente a los líderes para que esto sirva de advertencia a aquellos que con su ejemplo llevan a otros al pecado y violan la Palabra de Dios. La negligencia de la iglesia contemporánea de no aplicar una disciplina bíblica y consistente ha dejado la mayor parte de los escándalos sin haber sido resueltos bíblicamente, y de esta forma la mancha continúa sobre la iglesia.
La Biblia revela tres áreas de riesgo principales que ameritan la disciplina. Estas son: fidelidad a la doctrina, pureza de vida, y unidad del compañerismo. Cada una de ellas es de vitan importancia para la salud y la integridad de la iglesia.
Fidelidad a la Doctrina
La confusión teológica y el compromiso con el error, que caracteriza a las iglesias modernas, es una cuestión cuya causa se puede rastrear y se encuentra en la falla de cumplir con el mandato de separación del error y de las herejías y de aquellos que las enseñan. En cuanto a esto la Biblia es clara: “Cualquiera que se extravía, y no persevera en la doctrina de Cristo, no tiene a Dios, el que persevera en la doctrina de Cristo, ése sí tiene al Padre y al Hijo. Si alguno viene a vosotros, y no trae esta doctrina, no lo recibáis en casa, ni le digáis ¡Bienvenido! Porque el que le dice: ¡Bienvenido! Participa de sus malas obras.” (II Juan 9-11). El apóstol Pablo instruyó a los Gálatas diciendo: “Mas si aun nosotros, o un ángel del cielo, os anunciare otro evangelio diferente del que os hemos anunciado, sea anatema. Como antes hemos dicho, también ahora lo repito: Si alguno os predica diferente evangelio del que habéis recibido, sea anatema”. (Gálatas 1:8-9).
La segunda carta de Pedro y la de Judas explícitamente nos alertan sobre los peligros que vendrían a la iglesia en la forma de falsos profetas y herejes. Judas advierte que “… ciertos hombres han entrado encubiertamente, los que desde antes habían sido destinados para esta condenación, hombres impíos, que convierten en libertinaje la gracia de nuestro Dios, y niegan a Dios el único soberano, y a nuestro Señor Jesucristo.” (Judas 4). De forma similar, Pedro dice: “… habrá entre vosotros falsos maestros, que introducirán encubiertamente herejías destructoras, y aún negarán al Señor que los rescató, atrayendo sobre sí mismos destrucción repentina” (II Pedro 2:1)
La iglesia tiene el deber de separarse de las herejías – ¡y de los que las creen! La postura tolerante de la iglesia en este siglo ha permitido que graves herejías crezcan y no sean expuestas – y los herejes lo celebran. Francis Schaeffer fue uno de los más elocuentes profetas modernos que denunció esta cobardía doctrinal. Shaeffer negó enfáticamente que una iglesia pudiera ser una verdadera iglesia si toleraba las falsas doctrinas. Él dijo: “uno no se puede explicar la dinamita explosiva de la iglesia primitiva, si no parte del hecho que ellos practicaban dos cosas de forma simultánea: la ortodoxia en la doctrina y la ortodoxia en la comunidad de la iglesia visible, una comunidad que el mundo podía ver. Entonces, por la gracia de Dios, la iglesia debe ser conocida tanto por su pureza doctrinal como por la realidad de la vivencia de su comunidad” [16]
Pureza de vida
La comunidad visible de una iglesia verdadera debe también ser evidente en su pureza moral. Los Cristianos deben vivir en obediencia a la Palabra de Dios y ser ejemplares en su conducta e intachables en su testimonio. La falta de atención a la pureza moral es una señal clara de que hay rebelión contra el Señor en la congregación.
Al escribir a los Corintios, Pablo les trató severamente “¿No sabéis que los injustos no heredarán el reino de Dios? No erréis; ni los fornicarios, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los que se echan con varones, ni los ladrones, ni los avaros, ni los borrachos, ni los maldicientes, ni los estafadores, heredarán el reino de Dios. Y esto erais algunos; mas ya habéis sido lavados, ya habéis sido santificados, ya habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesús, y por el Espíritu de nuestro Dios.” (I Corintios 6:9-11)
Cuando los Cristianos pecan, su pecado debe ser confrontado por la iglesia según el patrón revelado en las Escrituras. La meta es siempre la restauración del hermano o hermana, y nunca la creación de un espectáculo público. La falta moral más grave de una iglesia es la tolerancia del pecado, sea público o privado. Igualmente, una de las bendiciones más grandes de la iglesia es el don de la disciplina bíblica – el ministerio de las llaves.
Unidad de compañerismo
La integridad de una iglesia depende también de la verdadera unidad de su compañerismo. Ciertamente, una de las más repetitivas advertencias en el Nuevo Testamento es la tolerancia de elementos cismáticos. La unidad de la iglesia es uno de los más visibles distintivos – uno de los dones más preciosos.
Las advertencias con respecto a esto son severas: “Mas os ruego, hermanos que os fijéis en los que causan divisiones y tropiezos en contra de la doctrina que vosotros habéis aprendido, y que os apartéis de ellos. Porque tales personas no sirven a nuestro Señor Jesucristo, sino a sus propios vientres, y con suaves palabras y lisonjas engañan los corazones de los ingenuos”. (Romanos 16:17-18). Cuando escribió a Tito, Pablo le instruyó: “Al hombre que cause divisiones, después de una y otra amonestación deséchalo, sabiendo que el tal se ha pervertido, y peca y está condenado por su propio juicio”. (Tito 3:10-11).
Una fisura en la unidad de la iglesia es un escándalo en el cuerpo de Cristo. Se exhorta de manera consistente a la iglesia para que practique y preserve la unidad verdadera en doctrina pura y piedad bíblica. Esta unidad no equivale a la falsa unidad de un mínimo común denominador en el Cristianismo, o el “Evangelio Liviano” que se predica en muchas iglesias modernas, sino que esta unidad se encuentra en la saludable y paulatina madurez de una congregación que va creciendo en la gracia y el conocimiento de la Palabra de Dios.
La función permanente de la disciplina de la iglesia es reflejar la necesidad continua de realizar un examen personal y congregacional. La importancia de mantener la integridad en las relaciones personales fue expuesta claramente por nuestro Señor en el Sermón del Monte, cuando les dijo a sus discípulos que odiar a un hermano es un pecado mortal. La reconciliación es un mandamiento, no una meta de realización hipotética. “por tanto, si traes tu ofrenda al altar, y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y anda, reconcíliate primero con tu hermano, y entonces ven y presenta tu ofrenda” (Mateo 5:23-24)
De manera similar, Pablo exhortó a los que participaban de la Cena del Señor en medio de divisiones. La Cena del Señor es un memorial del partimiento del cuerpo y de la sangre del Salvador y no debe ser profanada por la presencia de divisiones y controversias en la congregación, o por pecados sin confesar por parte de los creyentes individuales. “Así pues, todas las veces que comiereis este pan, y bebiereis esta copa, la muerte del Señor anunciáis, hasta que el venga. De manera que cualquiera que comiere este pan o bebiere esta copa del Señor indignamente, será culpado del cuerpo y de la sangre del Señor. Por tanto, pruébese cada uno a sí mismo, y coma así del pan, y beba de la copa. Porque el que come y bebe indignamente, sin discernir el cuerpo del Señor, juicio come y bebe para sí.” (I Corintios 11:26-29)
La disciplina de la “Mesa” es una de las funciones más importantes de la congregación. La Cena del Señor no debe ser administrada de forma indiscriminada, sino únicamente a individuos creyentes bautizados que andan disciplinadamente y ordenadamente en su congregación.
La Recuperación de la tercera marca
El mandato para la iglesia es que preserve el orden y la verdadera doctrina del evangelio. Una iglesia que no tenga estas cualidades esenciales, no debe considerarse, bíblicamente hablando, una iglesia verdadera. Esta es una expresión muy dura, porque es claro que miles de congregaciones americanas hace tiempo que abandonaron esta característica esencial y se han acomodado al espíritu de la época. Se acobardan por el temor a demandas judiciales, estas iglesias permiten que el pecado permanezca sin que se confronte a los pecadores y las herejías crecen sin que las combatan. De forma inevitable, la falsa unidad que ellos pretenden mantener, les lleva al gradual abandono del Cristianismo bíblico. No pueden experimentar la unidad verdadera de una iglesia plantada sobre la verdad y que ejercita el ministerio de las llaves.
John Leadley Dag, el autor del muy conocido Manual para la Iglesia, del siglo 19, escribió: “Se ha podido comprobar que, cuando la disciplina abandona a una iglesia, Cristo también la abandona” [17]. Si esto es así, Cristo ya ha abandonado a muchas iglesias que ni siquiera se dieron cuenta de que Él los ha dejado.
Al final del siglo 20, la gran tarea de la iglesia es probarse a sí misma para ser una genuina iglesia del Nuevo Testamento – probar su autenticidad por medio de una demostración de Fe pura y auténtica dentro de su comunidad. Debemos recuperar la preocupación del Nuevo Testamento por la fidelidad a la doctrina, a la pureza de vida, y a la unidad del compañerismo. Debemos recuperar esa marca perdida.
Referencias.
1. Se agradece a Crossway Books por permitir la republicación de este artículo. Que fue publicado originalmente en “La iglesia comprometida”, editado por John Armstrong (Wheaton: Crossway Books, 1998)
2. La identificación de la disciplina apropiada como la tercera marca de una iglesia verdadera se remonta a la Confesión Belga [1561]: “Las marcas por las que una verdadera iglesia se puede conocer son estas: si se predica la doctrina pura del evangelio; si se mantiene la administración pura de los sacramentos instituidos por Cristo, si se ejercita la disciplina en el castigo del pecado, en resumen, si todas las cosas se hacen de acuerdo con la Palabra de Dios, si se rechazan todas las cosas que la contradicen, y si se reconoce a Jesucristo como la única Cabeza de la Iglesia. “La Confesión Belga”, en “Credos de la Cristiandad”, ed. Philip SCAF, rev. David S. SCAF, Vol3 (New Cork: Harper and Row, 1931), pp 419-420. De forma similar el Abstract de los Principios del Seminario Teológico Bautista del Sur (1858), identifica estas tres marcas como: orden correcto, disciplina, y adoración correcta.
3. Gregory A. Wills, Democratic Religion: Freedom, Authority, and Church Discipline in the Baptist South 1785–1900 (New York: Oxford University Press, 1997), p. 12.
4. Philip Reiff, The Triumph of the Therapeutic: Uses of Faith After Freud (Chicago: University of Chicago Press, 1966).
5. Thomas C. Oden, Corrective Love: The Power of Communion Discipline (St. Louis: Concordia, 1995), p. 56.
6. James B. Twitchell, For Shame: The Loss of Common Decency in American Culture (New York: St. Martin’s Press, 1997), p. 35.
7. Ibid., p. 149.
8. David Blankenhorn, Fatherless America: Confronting Our Most Urgent Social Problem (New York: Basic Books, 1995), p. 231.
9. Mary Ann Glendon, Rights Talk: The Impoverishment of Political Discourse (New York: Free Press, 1991).
10. J. Carl Laney, A Guide to Church Discipline (Minneapolis: Bethany House, 1985), p. 12.
11. Este verso se cita en I Pedro1:16, y se dirige a la iglesia.
12. La New American Standard Bible, revised edition, traduce este verbo correctamente griego en su tiempo perfecto. La otras traducciones tienden a confundir el significado de lo que Cristo enseñó. Él no está diciendo que la iglesia tiene el poder de decidir lo que luego será decidido en el cielo. El verbo indica que la iglesia actúa con la autoridad de la Escritura, lo cual determina lo que también ha sido ya determinado en el Cielo. Para una consideración más completa del asunto, ver: Julius Robert Mantey, "Distorted Translations in John 20:23; Matthew 16:18–19 and 18:18," Review and Expositor 78 (1981), pp. 409–416.
13. John Calvin, Institutes of the Christian Religion, 2 vols., ed. John T. McNeill, trans. Ford Lewis Battles, Library of Christian Classics, Vol. 20 (Philadelphia: Westminster, 1960), p. 1214.
14. Martin Luther, "The Keys," in Luther’s Works (American Edition), ed. Conrad Bergendoff, gen. ed. Helmut T. Lehmann, Vol. 40 (Philadelphia: Fortress Press, 1958), p. 373.
15. Ibid.
16. Francis A. Schaeffer, "The Church Before the Watching World," in The Church at the End of the Twentieth Century (Wheaton, IL: Crossway Books, 1970), p. 144.
17. J. L. Dagg, A Treatise on Church Order (Charleston, SC: The Southern Baptist Publication Society, 1858), p. 274.
Traducción: Alexander León
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