martes, julio 05, 2016

Teología Polémica (Cómo tratar con los que discrepan con nosotros)

ESJ-015 2016 0705-003

Teología Polémica (Cómo tratar con los que discrepan con nosotros)

por el Dr. Roger R. Nicole

Primera parte: ¿Qué le debo a la persona que discrepa conmigo?

El Señor nos llama a contender ardientemente por la fe (Judas 3). Eso no implica, necesariamente, que seamos contenciosos; pero implica evitar transigir, luchar por lo que creemos, luchar por la verdad de Dios, sin cejar en ningún momento. Por lo tanto, es lógico que nos encontremos, en distintos puntos y distintos niveles, con personas con las que discrepamos. Discrepamos en algunas áreas de la doctrina cristiana. Discrepamos en cuanto a algunos detalles de la administración de la iglesia. Discrepamos en cuanto a la forma en que ciertas tareas de la iglesia deberían realizarse. En realidad, si nos cuidamos de seguir los principios que me gustaría explicarle, permítame sugerirle que estos podrían ser útiles también en discrepancias fuera del campo religioso. También podrían aplicarse a discrepancias en la política o dificultades con personas en el trabajo, o a fricciones dentro de la familia, o diputas entre esposos, o entre padres e hijos. ¿Quién no encuentra, de tiempo en tiempo, personas que no concuerdan completamente? Por lo tanto, es bueno intentar descubrir ciertos principios básicos mediante los cuales podamos relacionarnos con quienes discrepan con nosotros.

Parece extraño que uno desee hablar siquiera de teología polémica, ya que ahora estamos en una era en que la gente está más interesada en el ecumenismo y el irenismo que en la polémica. Además, la teología polémica parece haber sido a menudo algo ineficaz. Los cristianos no han logrado, en muchos casos, convencer a sus oponentes. Han aparecido como irascibles; han pasado por alto algunas indicaciones bastante importantes de la Biblia; y, al final, no han convencido a demasiadas personas. A veces, ¡ni siquiera han logrado convencerse a ellos mismos! Bajo estas circunstancias, uno tal vez quisiera soslayar un tema como este por completo.

A fin de encarar este tema, hay tres preguntas importantes que debemos hacernos; y quisiera enfatizar muy fuertemente que, a mi juicio, tenemos que hacerlas en el orden preciso: (1) ¿Qué le debo a la persona que discrepa conmigo? (2) ¿Qué puedo aprender de la persona que discrepa conmigo? (3) ¿Cómo puedo encarar a la persona que discrepa conmigo?

Muchos pasan por alto las dos primeras preguntas y saltan inmediatamente a: “¿Cómo puedo encarar esto? ¿Cómo puedo aplastar a esta persona a fin de aniquilar las objeciones y diferencias?”. Obviamente, si saltamos a la tercera pregunta de entrada, no es muy probable que tengamos demasiado éxito en convencer a los disidentes. Así que, sugiero, ante todo, que tenemos que enfrentar de lleno la cuestión de nuestros deberes. Tenemos obligaciones para con las personas que discrepan con nosotros. Esto no implica estar de acuerdo con ellas. Tenemos una obligación para con la verdad, que tiene prioridad sobre el acuerdo con cualquier persona específica; si alguien no está en la verdad, no tenemos ningún derecho de estar de acuerdo. No tenemos ningún derecho siquiera de minimizar la importancia de la diferencia; y, por lo tanto, no le debemos consentimiento, y no le debemos indiferencia. Pero lo que sí le debemos a esa persona que discrepa con nosotros, sea quien fuere, es lo que le debemos a todo ser humano: le debemos amarla. Y le debemos tratar con ella como a nosotros mismos nos gustaría ser tratados o atendidos (Mateo 7:12).

Pero ¿cómo deseamos ser tratados? Bueno, lo primero que notamos aquí es que queremos que la gente sepa lo que estamos diciendo o queriendo decir. Hay, por lo tanto, una obligación, si vamos a expresar diferencias, de hacer un serio esfuerzo por conocer a la persona con la que diferimos. Esa persona tal vez haya publicado libros o artículos. Entonces tenemos la obligación de familiarizarnos con esos escritos. No está bien que expresemos fuertes diferencias si no hemos leído lo que está disponible. La persona que discrepa con nosotros debe tener evidencia de que leímos cuidadosamente lo que ha escrito y que hemos intentado entender su significado. En el caso de un intercambio verbal, donde no contamos con algo escrito, le debemos a la persona que discrepa con nosotros escuchar cuidadosamente lo que dice. En vez de estar listos para abalanzarnos sobre la persona apenas deja de hablar, deberíamos concentrarnos en comprender precisamente lo que sostiene.

En relación a esto, considero que el Dr. Cornelius Van Til nos ha dado un espléndido ejemplo. Como tal vez sepa usted, él expresó grandes objeciones a la teología de Karl Barth. Esto era tan fuerte que Barth decía que Van Til simplemente no lo entendía. He tenido el privilegio de estar en la oficina del Dr. Van Til y ver con mis propios ojos los voluminosos tomos de Kirchliche Dogmatik, de Barth (dicho sea de paso, estos volúmenes eran el texto alemán original, no una traducción inglesa). Al hojearlos, doy fe de que no vi una sola hoja que no estaba repleta de subrayados, dobles subrayados, anotaciones en el margen, signos de exclamación y de pregunta por todas partes. Así que aquí tenemos a alguien que, por cierto, no decía: “Conozco bien a Karl Barth; entiendo su postura; no necesito leer más de esto; puedo seguir con lo que tengo”. Cada uno de sus volúmenes, incluyendo los últimos que había en ese momento, daba evidencia de un escrutinio sumamente cuidadoso. Por lo tanto, cuando queremos disentir con alguien, tenemos que tomarnos el trabajo necesario de conocer a esa persona, para no expresar nuestra crítica sin conocimiento sino proceder desde el punto de vista de la verdadera familiarización.

Aun eso no alcanza. Más allá de lo que una persona dice o escribe, debemos intentar entender lo que la persona quiere decir. Ahora bien, es cierto que existen lo que se denominan “lapsus freudianos”, es decir que hay personas que no se expresan exactamente como deberían; pero, al hacerlo, de alguna forma dan una perspectiva de una tendencia que hay en ellos todo el tiempo, que las lleva a expresarse de una forma poco feliz pero reveladora. Así que supongo que es apropiado tener en cuenta esto como una nota al pie personal, por así decirlo, a fin de hacer uso de él posiblemente en algún punto de la discusión. Pero si alguien no logra expresarse precisamente, no tiene mucho sentido forzar el lenguaje que está usando. Deberíamos tratar de entender cuál es el significado que este lenguaje busca transmitir. En algunos casos, podríamos brindar una oportunidad para que un oponente hable con mayor precisión.

He experimentado esto en mi propio hogar. Noté que a veces mi esposa dice cosas como estas: “Tú nunca vacías el basurero”. Ahora bien, de hecho, el 12 de enero de 1984 yo vacié el basurero. Por lo tanto, ¡la palabra nunca es inadecuada! Esto tiende a debilitar la fuerza del reproche de mi esposa. Bueno, aprendí que no llego a ninguna parte si hago hincapié en esto. Este tipo de reacción no da dividendos de gozo y paz en mi hogar. Por lo tanto, aprendí a interpretar que, cuando mi esposa dice “nunca”, quiere decir “raramente” o “no tan frecuentemente como debería ser”. Cuando ella dice “siempre”, quiere decir “frecuentemente” o “más frecuentemente de lo que debería ser”. En vez de hilar fino sobre las palabras nunca y siempre, hago bien en prestar atención a lo que ella encuentra cuestionable. Y, por cierto, yo debería vaciar el basurero. Esa es una parte habitual del papel masculino en el hogar, ¿no es así? Feminista o no feminista, un esposo y padre debería vaciar el basurero; y, por lo tanto, si dejo de hacerlo, siquiera una vez, hay buenos motivos para quejarse. No se gana nada discutiendo sobre cuán frecuentemente ocurre. Yo debería reconocer esto y ser más diligente al respecto.

Similarmente, al tratar con los que discrepan, no deberíamos discutir sobre el lenguaje para abalanzarnos sobre nuestro oponente porque no ha usado las palabras correctas. Es más eficaz intentar aprehender lo que se quiere decir y luego relacionarnos con lo que la persona quiere decir. Si no lo hacemos, por supuesto, no hay ningún encuentro, porque la persona habla en un nivel y nosotros estamos tomando el lenguaje en otro nivel; así que ambos no se encuentran y el resultado seguramente será frustrante. Por lo tanto, si realmente queremos encontrarnos, nos conviene tratar de descubrir el significado antes que discutir sobre las palabras.

Es más, sugeriría que les debemos a las personas que discrepan con nosotros tratar de entender sus objetivos (ver Filipenses 2:3, 4). ¿Qué están buscando? ¿Qué los motiva? ¿Contra qué están reaccionando? ¿Cuáles son las experiencias –tal vez experiencias trágicas– que las han llevado a asumir una postura específica? ¿Qué cosas temen, y qué cosas anhelan? ¿No hay algo que yo temo y anhelo de la misma forma? ¿No existe la posibilidad aquí de encontrar un punto de contacto al inicio mismo, en vez de avanzar con una actitud completamente defensiva u hostil?

Como ejemplo, puede señalarse que, en el siglo cuarto, Arrio, e indudablemente mucho de sus defensores, eran especialmente suspicaces del modalismo, un serio error de concepto sobre la Trinidad, según el cual la Deidad se manifestaba de tres formas o modos sucesivos, como Padre, Hijo y Espíritu Santo, en vez de existir eternamente como tres Seres que tienen relaciones interpersonales entre sí. Desde el punto de vista de Arrio, la doctrina ortodoxa de la plena deidad del Hijo y del Espíritu Santo no implicaba necesariamente una perspectiva modalista. No ayudó que uno de sus oponentes más locuaces, Marcelo de Ancira, se acercara peligrosamente al modalismo. Los argumentos ideados para mostrar las fortalezas bíblicas y lógicas de la doctrina de la plena deidad del Hijo, o viceversa, la debilidad del subordinacionismo de Arrio, difícilmente serían eficaces a menos que el temor instintivo de un modalismo sugerido fuera abordado y demostrado como algo sin un fundamento sólido. Con todo el respeto debido por la solidez, la valentía y la perseverancia de quienes, como Atanasio e Hilario, resistieron consistentemente el arrianismo, uno podría preguntarse todavía si un método más eficaz de tratar con este error no podría haber sido despejar el temor de que la ortodoxia llevaría inevitablemente al modalismo.

En la controversia entre el calvinismo y el arminianismo, debe percibirse que el hecho de que muchos arminianos (posiblemente casi todos ellos) entienden que afirmar la completa soberanía de Dios inevitablemente implica un rechazo de todo libre albedrío, poder de decisión, y aun responsabilidad de parte de seres racionales creados, sean angélicos o humanos. Su apego a esas características los lleva naturalmente a oponerse al calvinismo, tal como lo entienden. Es imperativo que el polemizador calvinista afirme y demuestre que él o ella en realidad no niega ni rechaza estas modalidades de las acciones y decisiones de los agentes morales, sino que se compromete a retenerlos, aun cuando su relación lógica con la soberanía divina permanezca oculta en un misterio que trasciende la lógica finita y humana.

Similarmente, el calvinista no debería concluir con ligereza que los arminianos evangélicos están abandonando el concepto de la soberanía divina porque afirman la libertad de la voluntad humana. Es muy obvio que los arminianos oran por la conversión de los que aun son incrédulos y que desean reconocer el señorío de Dios. El arminiano hará bien en enfatizar esto en su discusión con los calvinistas, a fin de brindar una percepción más clara de la postura real de ambas partes. Es notable que los calvinistas comprometidos pueden cantar sin ninguna reserva muchos de los himnos de Charles y John Wesley y, viceversa, que la mayoría de los arminianos no sienten la necesidad de objetar los de Isaac Watts o Augustus Toplady.

En resumen, diría que les debemos a nuestros oponentes tratar con ellos de forma tal que puedan sentir que tenemos un verdadero interés en ellos como personas, que no estamos simplemente intentando ganar una discusión o mostrar cuán inteligentes somos, sino que estamos profundamente interesados en ellos, y estamos ansiosos por aprender de ellos, y de ayudarlos.

Un método que he encontrado útil para asegurarme de que he tratado equitativamente una posición que no podía adoptar era suponer que una persona que sostiene ese punto de vista estaba en mi público (o estaba leyendo lo que había escrito). Entonces mi objetivo era describir este punto de vista equitativamente y completamente sin mezclar la crítica con las afirmaciones objetivas; de hecho, tan fielmente y completamente que un sostenedor de esa posición pudiera comentar: “¡Este hombre ciertamente entiende nuestro punto de vista!”. Sería un regalo especial si alguien dijera: “¡Nunca lo escuché expresado mejor!”. Esto, entonces, me otorgaría el derecho de criticar. Pero antes de proceder a hacer esto, me corresponde demostrar que tengo una comprensión correcta de la posición que deseo evaluar.

Segunda parte: ¿Qué puedo aprender de las personas que discrepan conmigo?

En la última sección, tratamos la respuesta a la pregunta: “¿Qué le debo a la persona que discrepa conmigo?”. Es muy importante en todo momento que uno permanezca muy consciente de esta obligación, porque en caso contrario cualquier discusión está condenada a permanecer improductiva. La verdad que creo haber comprendido debe ser presentada en un espíritu de amor y gracia. Hacerlo de otra forma es cuestionar la verdad misma, porque está más naturalmente aliada al amor que a la hostilidad y el sarcasmo (Efesios 4:15). Estos podrían, de hecho, reflejar cierta inseguridad que no se justifica cuando uno está realmente bajo la influencia de la verdad. Bien podría ser que un siervo de Dios sea movido a una justa indignación en presencia de quienes “detienen con injusticia la verdad” (Romanos 1:18). Esto explica los arrebatos de los profetas del Antiguo Testamento, de nuestro Señor, al denunciar a los fariseos, y de los apóstoles, al tratar con varias herejías e hipocresías en la iglesia primitiva. Estos severos juicios apuntaban normalmente a advertir a miembros del rebaño antes que a convencer a otras personas que se habían distanciado de la verdad de Dios, al punto que no dejaban espacio para su recuperación (Salmos 139:19-22; Isaías 5:8-25; Daniel 5:26-30; Mateo 12:30-32; Hechos 7:51-53; Gálatas 5:12; Apocalipsis 22:15). Pero, al tratar con quienes deseamos influir para bien, tenemos que permanecer imperativamente amigables y cordiales.

Cuando estamos seguros de que nuestro enfoque exterior es adecuado, tenemos que salvaguardar, en segundo lugar, los beneficios interiores de la cortesía. Tenemos que hacernos la pregunta: “¿Qué puedo aprender de quienes discrepan conmigo?”. No es un egoísmo censurable buscar obtener los máximos beneficios de toda situación que encontramos. Es una verdadera pena si no logramos aprovechar las oportunidades de aprender y desarrollarnos que nos ofrece prácticamente toda polémica.

I. ¿PODRÍA ESTAR EQUIVOCADO YO?

Lo primero para lo que debo estar preparado es que yo puedo estar equivocado y la otra persona, en lo correcto. Obviamente, esto no se aplica a ciertas verdades básicas de la fe, como la deidad de Cristo o la salvación por gracia. Toda la estructura de la fe cristiana está en juego aquí, y sería inestabilidad más que apertura de mente permitir que éstos se vean corroídos por las dudas. Pero, aparte de temas en los que Dios mismo ha hablado, de forma que en realidad no se permite ninguna duda o hesitación, hay una gran cantidad de áreas donde estamos inclinados por temperamento a ser muy asertivos, y en los que podríamos estar muy probablemente errados. Cuando no estamos dispuestos a reconocer nuestra falibilidad, revelamos que estamos más interesados en ganar una discusión y proteger nuestra reputación que en el descubrimiento y el triunfo de la verdad. Una persona que corrige nuestras equivocaciones es realmente una ayuda y no nuestro adversario, y deberíamos estar agradecidos por este servicio, en vez de estar molestos por su corrección. En lo que respecta a nuestra reputación, deberíamos buscar ser reconocidos por un apego incondicional a la verdad, ¡y no pretender una clase de infalibilidad que estamos listos a criticar cuando los católicos romanos la reclaman para sus papas!

Nuestra reputación saldrá fortalecida si nos mostramos dispuestos a ser corregidos cuando estamos equivocados, en vez de aferrarnos obstinadamente a nuestro punto de vista cuando la evidencia demuestra que es erróneo. Yo debería recibir con beneplácito la corrección. ¡Esta persona es, en realidad, mi amigo que me está prestando un gran servicio! Debería responder: “Estaba equivocado en esto; me alegro de que me lo hayas aclarado; gracias por tu ayuda”. Las personas que no están dispuestas a reconocer sus errores, en contraste, podrían ser consideradas tercas y perder su credibilidad.

II. ¿CUÁLES SON LOS HECHOS?

En segundo lugar, podemos aprender de alguien que discrepa que nuestras presentaciones, si bien correctas hasta donde llegan, no logran encarnar la verdad en su totalidad en el tema a consideración. Si bien lo que aseveramos es cierto, hay elementos de verdad que, de nuestra propia forma torpe, hemos pasado por alto. Por ejemplo, podríamos estar tan preocupados por afirmar la deidad de Cristo que podría parecer que no dejamos ningún lugar para su humanidad. Como calvinista, podría enfatizar tanto la soberanía de Dios que la realidad de la decisión humana podría parecer descartada. Aquí, de nuevo, debería sentirme agradecido antes que molesto. La situación de oposición bien podría forzarme a prestar mejor atención a la integridad de la revelación e impedir una parcialidad innata que produce una caricatura que perjudica a la verdad tanto como el error mismo. Muchos de los elementos centrales de la cristianas son, por lo tanto, “de dos vías”, si me permite expresarme mediante una metáfora. La unidad y el carácter triple de Dios, la inmanencia y la trascendencia, la soberanía de Dios y la realidad de la decisión racional, cuerpo y alma, deidad y humanidad del Mediador, justificación y santificación, inspiración divina de la Escritura y autoría humana, responsabilidad individual y corporativa. Podríamos multiplicar los ejemplos. Cuando uno de los factores es pasado por alto, uno no hace nada mejor que el operador de ferrocarril que quiere hacer correr un tren común sobre un solo riel (¡no estoy hablando aquí de monorrieles!). La persona que discrepa conmigo puede prestarme un gran servicio al obligarme a presentar la verdad en su totalidad y así evitar los peligros creados por la falta de énfasis, el exceso de énfasis y las omisiones.

III. ¿CUÁLES SON LOS PELIGROS?

Puedo aprender de quienes discrepan conmigo que no he percibido suficientemente ciertos peligros a los que mi punto de vista está expuesto y contra los cuales necesito estar especialmente en guardia. Tal vez encuentre especialmente que hay ciertas objeciones sustanciosas a las cuales no había prestado suficiente atención hasta ahora. Aquí, de nuevo, debo estar agradecido por un importante servicio prestado por el objetor. En vez de irritarme por la oposición, debo aceptar el reto de presentar mi punto de vista con salvaguardas adecuadas y de forma tal como para anticipar las objeciones que seguramente surgirán.

Por ejemplo, considere como los clérigos de Westminster fueron llevados a expresar la doctrina de los decretos divinos (Confesión III/I).

“Dios ordenó desde la eternidad todo lo que sucede, por su propia iniciativa libremente sin cambio alguno y por medio del más sabio y santísimo consejo de su propia voluntad. Pero lo hizo de tal manera que, ni es el autor del pecado ni hace violencia a la voluntad de las criaturas, ni hace a un lado la libertad o incertidumbre de causas secundarias, sino más bien las establece”.

Las tres causas que siguen a “de tal manera que” están ideadas específicamente para alejar malentendidos y enfrentar objeciones planteadas habitualmente por los arminianos o los clérigos arminizantes. La sabiduría peculiar de poner estas salvaguardas en el primer artículo de este capítulo es fruto de amargas experiencias sufridas en más de medio siglo de polémica que resultó en una expresión de verdad rica, equilibrada y matizada en las normas de Westminster.

En Francia, ciertas barreras puestas en puentes, terrazas y muelles se denominan “garde-fous”, es decir “salvaguardas para los locos”. Brindan un cerco para impedir que los descuidados se caigan del borde. Quienes discrepan con nosotros nos dan una oportunidad de afirmar áreas de peligro en nuestro punto de vista y construir “garde-fous” allí. Sería una lástima si no aprovecháramos una oportunidad de este tipo.

IV. ¿Y QUÉ DE LAS AMBIGÜEDADES?

Podemos aprender de quienes objetan que no nos estamos comunicando como deberíamos y que ellos no han entendido correctamente lo que queríamos hacer. En esto, podemos salir beneficiados también, porque todo el propósito de hablar (o escribir) es comunicarse. Si no nos comunicamos, sería lo mismo que nos mantuviésemos en silencio. Y si no logramos comunicar adecuadamente lo que pensamos, tenemos que aprender a hablar mejor. Si persisten las ambigüedades, y es aparente por la forma en que la otra persona reacciona que esas ambigüedades persisten, entonces nos vemos desafiados a hacer una presentación que sea más clara, más integral y que pueda comunicarse mejor.

Tenemos precedentes bíblicos de esto. El apóstol Pablo, por ejemplo, previó objeciones que surgen de malentender su doctrina. En Romanos 6:1, 2 escribe: “¿Qué, pues, diremos? ¿Perseveraremos en el pecado para que la gracia abunde? En ninguna manera…”. Esta objeción brinda una plataforma de lanzamiento para describir más plenamente sus pensamientos e impedir que sus lectores se aparten y obtengan una comprensión correcta de la verdad. Hay muchos otros ejemplos de este enfoque en los escritos paulinos (Romanos 3:3; 6:15, 19; 7:7, 13; Gálatas 2:17, 19, etc.). Aun nuestro Señor se esforzó por decir de otra forma o amplificar algunas de sus afirmaciones que el oyente no había entendido correctamente la primera vez (Mateo 13:18-23; 37-43; Juan 11:12-14, etc.).

El esfuerzo hecho para aclarar nuestro pensamiento para otros resultará a menudo en aclararlo también para nosotros. Así podremos tener más control sobre la verdad, entender mejor sus implicaciones, su relación con otras verdades, una forma más eficaz de expresarla e ilustrarla. Estos son beneficios por los cuales podemos estar agradecidos a quienes discrepan con nosotros.

Cuando prestamos la debida atención a lo que debemos a quienes discrepan con nosotros y lo que podemos aprender de ellos, podemos estar menos inclinados a proceder de una forma hostil. Nuestra mano no estará tan dispuesta a cerrarse en un puño para boxear, sino estará extendida como un instrumento de amistad y ayuda; nuestros pies no serán usados para golpear a otros, sino nos llevarán más cerca de quienes están lejos; nuestra lengua no arremeterá en amargura y sarcasmo, sino hablará palabras de sabiduría, gracia y sanidad (Proverbios 10:20, 21; 13:14; 15:1; 24; 26; 25:11; Santiago 3).

Tercera parte: ¿Cómo puedo encarar a los que discrepan conmigo?

En las dos secciones anteriores, buscamos analizar cómo derivar el máximo beneficio de la polémica, tanto con quienes discrepan, al asegurarnos de que no dejamos de cumplir nuestro deber para con ellos, como con nosotros, al apreciar la oportunidad de aprender y como una ocasión de reivindicar nuestra posición. Ahora, después de haber prestado la atención debida a las preguntas: “¿Qué debo?” y “¿Qué puedo aprender?”, ciertamente corresponde plantear la pregunta: “¿Cómo puedo encarar a los que discrepan conmigo?”.

Ahora bien, “encarar” implica naturalmente dos aspectos, conocidos como “defensivo” y “ofensivo”. Lamentablemente, estos términos han sido tomados prestados del vocabulario militar, y tienden a reflejar una actitud beligerante que inyecta amargura en las polémicas. Deberíamos hacer un esfuerzo consciente para resistir esa tendencia. Además, “ofensivo” suele entenderse como algo que “ofende” o que es “repulsivo”, antes que simplemente “pasar al ataque”. Así que tal vez sea mejor usar los adjetivos “protector” y “constructor” para caracterizar estos dos enfoques.

I. ARGUMENTOS BÍBLICOS

En círculos evangélicos, obviamente, este tipo de evidencia tiene el máximo peso si se maneja correctamente, porque invoca la autoridad de Dios mismo en apoyo de una posición. Esto es lo que Lutero afirmó tan elocuentemente en la Dieta de Worms, y a lo que la Confesión de Westminster atestigua también con estas palabras:

“Sólo Dios es el Señor de la conciencia, y la ha dejado libre de doctrinas y mandamientos humanos que, en alguna forma sean contrarias a su Palabra o pretendan estar por encima de ella en asuntos de fe y de culto” (WCF 20:2).

Aquí tenemos que tener cuidado de hacer un uso reverente de las Escrituras, citando cada referencia de una forma que sea consistente con su contexto. Esto protegerá nuestro enfoque de las críticas legítimas dirigidas contra los “textos de prueba”, un método que levanta declaraciones bíblicas de su entorno, y los presenta como si fueran pronunciamientos aislados investidos de autoridad divina, sin tener consideración por la forma en que fueron introducidas en el texto sagrado. Un ejemplo notable de este enfoque erróneo sería afirmar que Dios está de acuerdo con la declaración “No hay Dios”, porque se encuentra en Salmos 14:1 y 53:1.

Por lo tanto, debemos tener cuidado de usar las Escrituras de forma tal que un análisis del contexto fortalezca y no debilite nuestro argumento. Hay muy pocas cosas tan perjudiciales para una posición que una afirmación de estar fundada en la autoridad de la Palabra de Dios que, al analizarla de más cerca, anula el apoyo que se suponía que daba. Un argumento de este tipo, como la casa edificada sobe la arena, “cae, y es grande su ruina” (Mateo 7:27).

Asimismo, una persona prudente se cuidará de usar pasajes que se vuelven en su contra, pasajes que se usan como evidencia pero resultan ser más decisivos contra el punto de vista propuesto. Por ejemplo, hay quienes citan Filipenses 2:12: “ocupaos en vuestra salvación con temor y temblor”, y se olvidan de que Pablo continúa diciendo: “porque Dios es el que en vosotros produce así el querer como el hacer…”.

Todo esto exige que conozcamos la Palabra de Dios. Dios encomendó las Sagradas Escrituras a su pueblo para que la estudien con diligencia (Juan 5:39, NVI) y la conviertan en objeto de su meditación diaria (Salmo 119). Estar familiarizados con todo el consejo de Dios (Hechos 20:27) debe ser el objetivo, no solo de los profesionales, como pastores y profesores, sino de todo el que quiere ser conocido como cristiano. Ser sólido en la interpretación, correlación y aplicación de las Escrituras es la forma de ser “aprobado, como obrero que no tiene de qué avergonzarse” (2 Timoteo 2:15), y todo hijo de Dios debería aspirar a esto.

Defensivamente, tal vez estemos conscientes de pasajes que suelen citarse para invalidar una postura que nos parece bíblica. A veces podemos anticipar esta objeción aun antes de que sea planteada y estar preparados para mostrar cómo no debilita nuestro punto de vista. Si tenemos una refutación especialmente fuerte, podremos esperar a veces hasta que la persona que discrepa cite el pasaje. En esto podemos lograr la ventaja psicológica al destruir un argumento que se consideraba válido. Aun esto, sin embargo, debe permanecer dentro del marco de “seguir la verdad en amor” (Efesios 4:15).

En algunos casos, podría ser posible mostrar que la interpretación que pretende ver en cierto pasaje específico una objeción a la verdad bíblica que estamos intentando apoyar es simplemente inadecuada o indefendible porque pone a esta escritura en conflicto con su contexto, o al menos con el contexto mayor de la unidad de la revelación divina. En otros casos, podría ser suficiente con mostrar que hay una o varias explicaciones alternativas plausibles de este texto que no precipitan el supuesto conflicto. Dado que estamos obligados a buscar la unidad de la verdad, una interpretación plausible que evita un conflicto merece la preferencia.

Resumiendo, debemos siempre bregar por tomar en cuenta la integridad de la revelación bíblica para tener la osadía para avanzar hasta donde nos lleve, y el control para detener nuestras especulaciones donde la Biblia deja de brindar dirección. La teología polémica, en este sentido, es simplemente luz bíblica enfocada de forma tal de asistir a quienes parecen estar atrapados en alguna oscuridad.

II. ARGUMENTOS GENERALES

Estos argumentos dirigen su apelación a algo distinto del texto de la Biblia en sí, es decir a la lógica, la historia y a la tradición. Si bien la autoridad involucrada no está en el mismo nivel que la Biblia, la Palabra de Dios, tiene influencia en las discusiones y debe ser considerada por quienes quieren tener un argumento sólido.

A. Apelación a la razón. La razón humana, especialmente cuando no está guiada por la revelación divina, tiende a desviarse, ya sea por estar influenciada demasiado por el prejuicio (lo que llamamos “racionalización”) o cuando la razón se olvida de sus propios límites e intenta aplicar a lo infinito lo que solo es válido para las categorías finitas. No obstante, la razón es un regalo divino para la humanidad, indispensable para el proceso de recibir, aplicar y comunicar la revelación (ver J.I. Packer, “Fundamentalism” and the Word of God, páginas 128-137.) Es parte integral de la imagen de Dios en la humanidad. Ir en contra de la lógica es buscar la autodestrucción, porque la lógica tiene una forma de trazar su propia senda en el proceso de la historia. Los argumentos racionales pueden, por lo tanto, ser presentados legítimamente, y debemos abordar también los que presentan las personas que discrepan con nosotros.

1. Positivamente, me corresponde a mí mostrar que mi punto de vista está de acuerdo con la totalidad de la verdad revelada, con la estructura de la fe cristiana como un organismo de verdad. Promoveré la aceptación de una doctrina individual si puedo mostrar que está relacionada ineludiblemente con algún otro elemento de la fe en que yo y la persona que discrepa conmigo tenemos acuerdo. Por ejemplo, es muy probable que una persona que acepta la doctrina de la Trinidad confiese la deidad de Cristo, y viceversa.

Específicamente, es para dejar en claro los efectos dañinos y aun desastrosos que un alejamiento de la posición que propongo representará lógicamente. Al hacer esto, debe distinguir cuidadosamente entre el punto de vista que la otra persona en realidad sostiene y la implicación que percibo que resulta de ella. No hacer esta distinción ha resultado en la ineficacia de mucha teología polémica. Los cristianos han malgastado una gran cantidad de munición bombardeando áreas donde sus adversarios no estaban realmente ubicados, pero donde se consideraba que finalizarían lógicamente. Tal vez Dios lo ha estipulado providencialmente así a fin de que la teología polémica no fuera tan destructiva como ha sido la intención de los combatientes. Luchar con una caricatura no es “gran cosa”, ¡y derribar un hombre de paja no le da derecho a lucir la Medalla al Mérito! A decir verdad, es parte de la estrategia adecuada mostrar a los que discrepan que su punto de vista involucra implicaciones dañinas que serán difíciles de resistir en el transcurso del tiempo, pero uno debe permanecer consciente de que es la posición presente antes que los desarrollos anticipados que deben ser tratados.

2. Negativamente, necesito enfrentar las objeciones que se plantean a mi punto de vista. Algunas de ellas son irrelevantes, porque están basadas en un entendimiento errado de los temas. Tratar con estos me ayudará a aclarar mi posición y reafirmarla con las salvaguardas apropiadas contra la parcialidad, la exageración o los malentendidos. Por ejemplo, podría mostrar que la expiación definitiva no es incompatible con la oferta universal de la salvación en Cristo, aun cuando los sostenedores de la expiación universal piensan frecuentemente que lo es. Otras objeciones pueden mostrarse como inválidas porque se aplican a la visión tanto de los que discrepan como a la mía. Todavía, otras objeciones pueden reconocerse como periféricas, es decir dificultades que podría resolverse o no, más que consideraciones que invalidan una posición establecida por separado. Por ejemplo, algunas supuestas contradicciones entre dos pasajes de la Biblia representan una dificultad para la doctrina de la inerrancia más que una desacreditación de esta doctrina de la fe bien establecido por separado. Obviamente, la situación más ventajosa se encuentra cuando una objeción puede darse vuelta para ser un argumento positivo a favor del punto de vista objetado. El tratamiento de Jesús de la Ley del Antiguo Testamento en Mateo 5:21-42 es un caso pertinente. Podría parecer, al lector superficial, que en este texto Jesús repudia la autoridad de la Ley, cuando en realidad la confirma y la refuerza con su interpretación espiritual.

Además, a veces es eficaz desafiar a la persona que discrepa con nosotros a que busque un enfoque alternativo que podremos entonces proceder a criticar. Por ejemplo, una persona que niega la deidad de Cristo podría bien ser presionada a dar su respuesta a la pregunta: “Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo?” (Mateo 16:15). Toda respuesta por debajo de la plena deidad podría demostrarse como profundamente insatisfactoria, como algo que conduce a alguna forma de politeísmo o como algo que fracasa completamente en dar cuenta de los hechos de la vida, la muerte y la resurrección de Cristo. Sería de esperar que quienes tienen puntos de vista insatisfactorios puedan entonces dejar las ruinas humeantes del sistema y refugiarse en el sólido edificio de la fe “que ha sido una vez dada a los santos” (Judas 3).

B. Apelación a la historia y la tradición. El curso de la historia es un notable laboratorio que nos permite observar los desarrollos probables que surgen de sostener ciertos fundamentos. Las decisiones de concilios o los pronunciamientos de confesiones de fe suelen estar orientados a guardar contra opiniones erróneas que el pueblo de Dios reconoció como peligroso o aun fatales para la fe. Dejar de lado esta fuente de conocimiento es arriesgarnos a repetir algunos errores del pasado que la familiarización con la historia bien podría ayudarnos a evitar. Los debates cristológicos del siglo cuarto y quinto deberían protegernos de los errores gemelos de arrianismo y el apolinarianismo, del nestorianismo y el monofisitismo, sin que pasemos nosotros por las convulsiones que experimentó la iglesia de ese tiempo. La Reforma del siglo XVI, igualmente, debería protegernos de repetir algunos de los errores de la Iglesia Católica Romana.

1. Positivamente, corresponde que yo intente demostrar que estoy de acuerdo con la ortodoxia en general y específicamente con afirmaciones de fe que han recibido amplia aceptación o que forman parte de las normas subordinadas de mi iglesia o de la iglesia de la persona con quien discrepo. Esto será especialmente significativo si la formulación fue establecida con el propósito de alejar una posición análoga a la de mi oponente. Ahora bien, todas las afirmaciones hechas por hombres están sujetas a la revisión y a la corrección, pero parece ser prima facie imposible que un punto de vista que contradice abiertamente el Credo de Nicea o aun las Normas de Westminster resulte correcto mientras que estos credos reverenciados, comprobados como lo fueron a lo largo de siglos de pensamiento cristiano, estén errados.

Específicamente, la posición de una persona que discrepa podría aproximarse tanto a una herejía considerada como heterodoxa que el curso de la historia podría brindar un retrato de lo que ocurre con los que la sostienen. El curso desastroso del arrianismo, culminando, como ocurrió, con la conquista musulmana de África del Norte, podría ser un ejemplo. Sin embargo, tenemos que tener cuidado de reconocer la importancia de sopesar todos los factores operativos y no solo algunos escogidos que parecen adecuarse a nuestro propósito. El ocaso del cristianismo en el norte de África se aplica mayormente a Egipto, donde prevaleció una tendencia monofisita, así como a las tierras que habían sido conquistadas por los vándalos, con su compromiso arriano.

Quienes se regodean con la creciente heterodoxia del movimiento arminiano en los Países Bajos deberían tal vez reflexionar serenamente sobre el destino del calvinismo en Nueva Inglaterra, que pasó de la alta ortodoxia alrededor de 1650 a la defección unitaria y pelagiana algo masiva a comienzos del siglo XIX. Estos comentarios no invalidan el valor de las lecciones de la historia, sino simplemente sugieren cautela al aplicarlas.

2. Negativamente, el curso de acción sería muy similar al descrito anteriormente. Las objeciones planteadas contra mi punto de vista podrían demostrarse como contraproducentes, porque apoyan antes que minan mi punto de vista; irrelevantes, porque no logran abordar mi verdadera posición o porque cargan igualmente el punto de vista del objetor; o sin importancia, porque solo tienen una relación periférica con los temas.

III. LA META DEL CRISTIANO

Tal vez la consideración más importante para el cristiano sea permanecer consciente en todo momento de la meta a alcanzar. Es la percepción consistente de esta meta la que dará una orientación básica a toda la discusión: ¿Estamos intentando ganar una discusión a fin de manifestar nuestro propio conocimiento y capacidad para el debate superiores? ¿O estamos buscando convencer a otra persona al exponerla a la verdad y a la luz que Dios nos ha dado?

Si lo primero es cierto, no es sorprendente que nuestros esfuerzos sean en vano: seríamos como médicos que se ocupan de sus pacientes simplemente para demostrar alguna teoría preferida. Si se cumple lo segundo, seremos naturalmente simpáticos. Esto aumentará nuestra paciencia cuando la fuerza de nuestros argumentos no parece tener un efecto inmediato. Esto volverá a desafiarnos a entender a los que discrepan, a fin de presentar los argumentos que más probablemente les resulten persuasivos. Dios nos ha designado a todos nosotros para ser testigos de la verdad (Juan 1:17; Hechos 1:8). Dios es quien puede dar y dará eficacia a este testimonio. Nunca debemos subestimar su capacidad de tratar aun con los que parecen más resistentes. ¿Quién hubiera pensado que Esteban llegaría al corazón y a la mente de alguien en la multitud que lo linchó? Pero su gran discurso estaba, en realidad, sembrando aguijones en el corazón y la conciencia mismos de Saulo (Hechos 26:14). En Hechos 7 se muestra que su argumento fue sellado por su espíritu similar a Cristo frente a su asesinato atroz (Hechos 7:59, 60). Su testimonio fue usado por Dios para convencer a tal vez el más hábil de sus adversarios, ¡el que sería el gran apóstol Pablo!

Un cristiano, al tener discusiones con quienes discrepan, no debería estar sujeto a la psicología del cuadrilátero de boxeo, donde los contendientes están dedicados a demolerse mutuamente. Más bien, “un siervo del Señor no debe andar peleando; más bien, debe ser amable con todos, capaz de enseñar y no propenso a irritarse. Así, humildemente, debe corregir a los adversarios, con la esperanza de que Dios les conceda el arrepentimiento para conocer la verdad, de modo que se despierten…” (2 Timoteo 2:24-26).

Dr. Roger Nicole es Profesor Visitante de Teología en Reformed Theological Seminary Orlando, Florida, Estados Unidos.

Traducido por Alejandro Field

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