viernes, octubre 10, 2008

¿Cómo Acercarse a Dios?

clip_image002¿CÓMO ACERCARSE A DIOS?

Horatius Bonar

Hemos de ir a Dios con nuestros pecados, porque no tenemos nada más que llevar con noso­tros, que podamos decir que sea nuestro. Ésta es una de las lecciones que más nos cuesta apren­der; con todo, si no la aprendemos no podemos dar un paso correcto en lo que llamamos una vida religiosa.

El buscar algo bueno en nuestra vida pasada, o el hacer algo bueno ahora, si vemos que el pa­sado no contiene nada que sea bueno, es la pri­mera idea que tenemos cuando empezamos a inquirir acerca de Dios, con miras a resolver las diferencias que hay entre nosotros y Él en cuan­to al perdón de nuestros pecados.

«En su favor hay la vida»; y el estar sin este favor es ser desgraciado aquí, y ser excluidos del gozo del más allá. No hay vida digna de este nombre de no ser la que fluye de su amistad se­gura. Sin esta amistad, nuestra vida aquí es una carga penosa; pero con esta amistad no tememos ningún mal, y toda aflicción se transforma en gozo.

« ¿Cómo voy a ser feliz?» fue la pregunta de un alma atribulada que había probado cien maneras diferentes para llegar a la dicha y había fallado en todas.

«Asegúrate del favor de Dios», fue la respuesta inmediata de uno que había probado, él mismo, que «el Señor es bueno».

« ¿No hay ningún otro modo de ser dichoso?» «Ninguno, ninguno», volvió a contestar decidido el otro. «El hombre ha estado intentando seguir otros caminos para conseguirlo desde hace miles de años, y ha fallado completamente; ¿y tú, esperas conseguirlo?»

«No, no; no quiero seguir haciendo pruebas. Pero este favor de Dios me parece una cosa muy nebulosa; Dios está muy lejos, y no sé por dónde ir para llegar a Él.»

«El favor de Dios no es nebuloso ni es ninguna sombra; es mucho más real que las realidades que te rodean; y Él mismo está más cerca de ti que los objetos más cercanos, y su gracia no es menos segura que cercana.»

«Este favor de que me hablas, siempre me ha parecido algo intangible, algo que se me escapa de los dedos.»

«Di más bien que es como el sol, y que, la nube de que hablas, te lo esconde.»

«Sí, sí, creo lo que dices; pero ¿cómo voy a penetrar en esta nube y llegar al sol que hay detrás? ¡Parece muy difícil y requiere mucho tiempo!»

«Tú eres el que hace distante y difícil lo que Dios ha hecho simple, fácil y cercano.»

« ¿No hay dificultades? ¿Esto es lo que quiere decir?»

«En un sentido, las hay a miles; en otro, no hay ninguna.»

« ¿Qué quieres decir?»

« ¿Puso el Hijo de Dios alguna dificultad al ca­mino del pecador cuando dijo a la multitud:

«Venid, a mí, y os haré descansar?»

«No, eso no; lo que quería decir era que todos fueran al instante a Él, allí donde estaba, y don­de estaban ellos, y que Él les haría descansar.»

« ¿Si hubieras estado en aquel lugar, qué difi­cultades habrías hallado?»

«Ninguna, claro; el hablar de dificultad estan­do al lado del Hijo de Dios, habría sido una necedad, o peor.»

« ¿Sugirió el Hijo de Dios alguna dificultad para el pecador cuando Él estaba sentado junto al pozo de Jacob, al lado de la Samaritana? ¿No fue prevista o eliminada toda dificultad con estas maravillosas palabras de Cristo: "Lo que pidáis, esto os daré?"»

«Sí, sin duda; el pedir y el dar es todo lo que se menciona. Todo el negocio se termina aquí. El tiempo, el espacio; la distancia y la dificul­tad, no tienen nada que ver con el asunto; el dar iba a seguir al pedir como una cosa natural. Hasta aquí todo está claro. Pero quisiera pre­guntar: ¿No hay obstáculos ni barreras aquí?»

«Ninguna en absoluto, si el Hijo de Dios vino realmente a salvar a los pecadores; si hubiera venido sólo para aquellos que estaban perdido en parte, o que se podían salvar a sí mismos en parte, la barrera sería infinita. Esto lo admito; es más, insisto en ello.»

«El hecho de estar perdido, pues, ¿no es nin­guna barrera para poder ser salvo?»

«Esta pregunta es una pregunta sin sentido y la respuesta ha de ser una analogía. Si tienes sed, ¿va a ser esto un obstáculo para poder aceptar el regalo de un amigo?»

«Es verdad; es la sed lo que me hace apto para el agua, y mi pobreza, para el regalo.»

«Claro, el Hijo del hombre no vino para lla­mar al arrepentimiento a los justos, sino a los pecadores. ¡Si no eres del todo pecador, enton­ces aquí hay un obstáculo; pero, si lo eres del todo, entonces no hay ninguno!»

« ¿Pecador del todo, completamente? ¿Éste es mi carácter?»

«No lo pongas en duda. Si dudas ve y busca en la Biblia. El testimonio de Dios es que eres del todo un pecador, y los tratos que tengas con El han de ser como tal; y los sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos.»

«¡Totalmente pecador, bien!; pero ¿no he de quitarme algunos de los pecados antes de que pueda esperar bendición alguna de Él?»

«En modo alguno; sólo Él puede quitar de ti pecado alguno, aunque sea uno sólo; y tú tienes que acudir a Él con todo lo que tienes de peca­minoso, por mucho que sea. Si tú no fueras del todo un pecador, no necesitarías totalmente a Cristo, porque Él es un Salvador completo; Él no te ayuda a ti a salvarte, ni tú le ayudas a Él a que te salve. Él se hace cargo de todo o de nada. Una salvación a medias sólo tiene interés para los que no están completamente perdidos. «Él mismo llevó nuestros pecados en su cuerpo en el madero» (1 P. 2:24).

Cuando Lutero halló su camino a la paz y li­bertad de Cristo, se hallaba en una situación semejante a la descrita anteriormente. La historia de su liberación es instructiva, ya que muestra cómo las piedras de tropiezo de la justicia pro­pia son quitados por la exhibición plena del evangelio en su calidad de gratuito, como bue­nas nuevas del amor de Dios a los que no aman ni pueden ser amados, las buenas nuevas de perdón para el pecador; sin méritos y sin dine­ro, las buenas nuevas de la PAZ CON DIOS, sólo por medio de la propiciación de Aquel que hizo paz por medio de la sangre de su cruz.

Una de las primeras dificultades de Lutero fue que él creía que tenía que efectuar el arrepentimiento él mismo; y una vez realizado, ha­bía de llevar este arrepentimiento como una ofrenda de paz o como una recomendación a Dios. Si este arrepentimiento no podía ser presentado como una recomendación positiva, por lo menos podía ser alegado como atenuante para el castigo.

« ¿Cómo puedo creer en el favor de Dios —se decía— en tanto que no hay en mí una conver­sión real? Tengo que ser cambiado antes que Él pueda recibirme.»

La respuesta que se le dio fue la «conversión», o «arrepentimiento que tanto procuraba, no puede tener lugar en tanto que se considera a Dios como un Juez estricto y distante. Es la bondad de Dios que nos lleva al arrepentimien­to (Ro. 2:4), y sin reconocimiento de esta «bon­dad», no hay modo de que se ablande el cora­zón. Un pecador impenitente es el que desecha las riquezas de su bondad y paciencia, y longa­nimidad.

El consejero experimentado de Lutero le dice de modo simple y claro que tiene que poner de lado todas las penitencias y mortificaciones, y todos los preparativos de justicia propia que le procuren o le compren el favor divino.

Esta voz, nos dice Lutero de modo conmove­dor, le pareció como si viniera del cielo: «Todo arrepentimiento verdadero empieza con el co­nocimiento del amor perdonador de Dios.»

Cuando está escuchando se hace la luz, y le llena un gozo hasta entonces desconocido. ¡No hay nada entre él y Dios! ¡Nada entre él y el per­dón! ¡No hay bondad preliminar ni sentimientos preparatorios! Aprende la lección del apóstol: «Cristo murió por los impíos» (Ro. 5:6). «Dios justifica al impío» (Ro. 4:5). Todo el mal que hay en él no puede impedir esta justificación; y toda la bondad que pudiera haber en él (si la hubiera), no le puede ayudar a obtenerla. Tiene que ser recibido como pecador, o no puede ser recibido. El perdón que se le ofrece reconoce sólo su culpa; y la salvación que se le proporcio­na en la cruz de Cristo, le considera simplemen­te como perdido.

Pero el sentimiento de culpa es demasiado profundo para ser aquietado con facilidad. El temor regresa, y una vez más va a su anciano consejero clamando: «¡OH, mi pecado, mi peca­do!» como si el mensaje de perdón que había re­cibido recientemente fueran nuevas demasiado buenas para ser verdaderas, y como si pecados como los suyos, no pudieran ser perdonados de un modo tan fácil y simple.

« ¿Cómo? ¿Quieres decirme que sólo haces ver que eres un pecador, y que por tanto sólo necesitas a un Salvador que pretenda serlo?»

Así le contestó su venerable amigo y luego añadió solemnemente: «Sabe que Jesucristo es el Salvador de pecadores grandes y reales, que no merecen sino la peor condenación.»

«Pero ¿no es Dios soberano en su amor electi­vo? —dice Lutero— quizá yo no soy uno de los escogidos.»

«Mira las heridas de Cristo —fue la respues­ta— y ve en ellas la gracia que hay en la mente de Dios para los hijos de los hombres. En Cristo leemos el nombre de Dios, y aprendemos lo que Él es, y cómo Él ama; el Hijo es el que revela al Padre; y el Padre envió al Hijo para ser el Sal­vador del mundo.»

«Creo en el perdón de los pecados», dijo Lute­ro a un amigo, un día que estaba enfermo en cama; «pero ¿en qué me afecta esto?».

«Ah —dijo su amigo— ¿no incluye esto tus propios pecados? ¿Crees en el perdón de los pe­cados de David, en los pecados de Pedro, y por qué no en los tuyos propios? El perdón es tanto para ti como para David y Pedro.»

Así, Lutero halló descanso. El evangelio, creí­do de esta forma, le dio libertad y paz. Supo que estaba perdonado porque Dios había dicho que el perdón era la posesión inmediata y segura de todos los que creían las buenas nuevas.

En la resolución de esta gran cuestión entre el pecador y Dios, no tenía que haber considera­ción a precios ni regateos de ninguna clase. La base del acuerdo fue fijada hace diecinueve si­glos; y la gran transacción de la cruz hizo todo lo que se necesitaba en cuanto al precio. «Todo ha sido hecho» es el mensaje de Dios a los hijos de los hombres cuando inquieren: «¿Qué tenemos que hacer para ser salvos?» Esta transacción com­pleta hace innecesarios todos los esfuerzos del hombre para salvarse a sí mismo o ayudar a Dios a justificarse. Vemos a Cristo crucificado, y Dios en Cristo reconciliando al mundo a sí, no imputando a los hombres sus faltas; y esta no imputación es el resultado únicamente de lo que fue hecho en la cruz, donde la transferencia de la culpa del pecador al sustituto divino fue hecha de una vez y para siempre. Y es de esta transacción que el evangelio nos trae las «bue­nas nuevas», y todo aquel que cree, participa de todos los beneficios asegurados por aquella transacción.

«Pero ¿no estoy en deuda al Espíritu Santo por su obra en mi alma?»

«Indudablemente; porque ¿qué esperanza puede haber para ti sin el Espíritu Todopoderoso, que aviva a los muertos?»

«Si es así, ¿no tendría que esperar sus impul­sos, y teniéndolos, no puedo presentar los sentimientos que Él ha obrado en mí como razones de que he sido justificado?»

«En modo alguno. No estás justificado por la obra del Espíritu, sino sólo por la de Cristo; ni son las actividades del Espíritu en ti, la base de tu confianza, o las razones de que esperes per­dón del Juez de todos. El Espíritu obra en ti, no para prepararte para ser justificado, o para ha­certe apto para el favor de Dios, sino para lle­varte a la cruz, tal como eres. Porque la cruz es el único lugar donde Dios trata con misericor­dia al trasgresor.»

Es en la cruz que somos recibidos por Dios en paz y nos da su favor. Allí no sólo hallamos la sangre que nos limpia, sino también la justicia que nos viste y hermosea, de modo que a partir de entonces somos tratados por Dios como si nuestra propia injusticia hubiera desaparecido y la justicia de su propio Hijo fuera realmente la nuestra.

Esto es lo que el apóstol llama «justicia impu­tada» (Ro. 4:6, 8, 11, 22, 24), o justicia que es considerada por Dios de tal modo que por me­dio de ella tenemos a todas las bendiciones que esta justicia puede obtener para nosotros. La justicia que nosotros obtenemos, o que otro pone en nosotros la llamamos infusa, o imparti­da o inherente; pero la justicia que corresponde a otro y que es considerada por Dios como si fuera nuestra, la llamamos justicia imputada. Es de esta justicia que habla el apóstol, cuando dice: «Vestíos del Señor Jesucristo» (Ro. 13:14; Gá. 3:27). De modo que Cristo nos representa; y Dios trata con nosotros como siendo representa­dos por Él. La justicia dentro seguirá por nece­sidad y de modo inseparable; pero no hemos de esperar para tenerla antes de ir a Dios para la justicia de su único Hijo Jesucristo.

La justicia imputada tiene que venir primero. No puedes tener la justicia dentro hasta que tengas la justicia fuera; y el hacer tu propia jus­ticia el precio que tú das a Dios por la de su Hijo es deshonrar a Cristo y negar la cruz. La obra del Espíritu no es el hacernos santos a fin de que podamos ser perdonados, sino el mos­trarnos la cruz, donde pueden hallar el perdón de los no santos; de modo que, habiéndolo ha­llado, puedan empezar la vida de santidad a la que han sido llamados.

Lo que Dios presenta al pecador es un perdón inmediato: «No por obras de justicia que noso­tros hayamos hecho», sino por la gran obra de justicia cumplida por nuestro Sustituto. Lo que nos califica para obtener esta justicia es que seamos injustos, tal como lo que califica al en­fermo para que le vea el médico, es que está en­fermo.

El evangelio no dice nada de una bondad pre­via, o de un perdón preparatorio. De un estado preliminar de sentimiento religioso necesario como introducción a la gracia de Dios, el após­tol, no dice nada. Los temores, las dificultades, las preguntas que uno se hace, los clamores amargos pidiendo misericordia, los presenti­mientos de juicio, y las resoluciones de enmien­da, pueden haber precedido a la recepción de las buenas nuevas por parte del pecador, en cuanto al tiempo; pero no constituyen su apti­tud ni le califican. Habría sido bien recibido sin ellas igualmente. No hace su perdón más com­pleto, ni más gratuito, ni más por gracia. La ne­cesidad del pecador era todo su argumento. «Dios, ten misericordia de mí, pecador.» Necesi­taba salvación y fue a Dios para conseguirla, y lo obtuvo sin mérito y sin dinero. «Cuando no tenía con qué pagar, Dios le perdonó simple­mente.» Fue el hecho de que no tenía con qué pagar que ocasionó el perdón franco y simple. ¡Ah, esto es gracia! «El amor es esto, no que nosotros hayamos amado a Dios, sino que Él nos amó primero a nosotros.» Él nos amó, aun cuando nosotros estábamos muertos en nuestros delitos y pecados. Él nos amó, no porque éra­mos ricos en bondad, sino porque El era «rico en misericordia»; no porque nosotros fuéramos dignos de su favor, sino porque Él se deleitó en su bondad. La bienvenida que nos dio procede de su gracia, no de que nosotros seamos dignos de ser amados. «Venid a mí, todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar.» «¡Cristo invita a los cansados! Es este cansancio lo que nos hace aptos para Él, y Él para noso­tros. Aquí está nuestro cansancio, allí está nues­tro lugar de reposo.» Están uno al lado del otro. Dices: « ¿Este lugar de reposo no es para mí?»

¿Qué? ¿no es para el cansado? Dices: «Pero no puedo usarlo.» «¿Qué? ¿Quieres decir que estás tan cansado que no puedes descansar?» Si hu­bieras dicho: «Estoy tan cansado que no puedo estar de pie, que no puedo andar, que no puedo subir», te habría podido entender. Pero, dices: «Estoy tan cansado que no puedo descansar.» Esto es simplemente absurdo, o algo peor, por­que haces un mérito y una obra de tu descansar: parece que piensas que el descansar tiene algún mérito, que es hacer algo importante, que re­quiere un esfuerzo prolongado y prodigioso.

Escucha, pues, las graciosas palabras del Se­ñor: «Si conocieras el don de Dios, y quién es el que te dice: Dame de beber, tú le habrías pedido a Él, y Él te hubiera dado agua viva» (Jn. 4:10). Tú la habrías pedido y Él te la hubiera dado. Esto es todo. ¡Cuan real, cuan verdadero, cuan simple, cuan gratuito! O, escuchemos la voz del siervo en la persona de Lutero: «OH, mi querido hermano, aprende a conocer a Cristo y a Cristo crucificado. Aprende a cantar un nuevo canto; a dejar por inútil tu obra anterior, y a clamar a Él, Cristo Jesús: «Tú eres mi justicia y yo soy tu pecado. Tú has tomado sobre ti lo que es mío. Tú lo has pasado a ser, y para que yo pudiera ser lo que no era. Cristo habita sólo con los pe­cadores. Medita con frecuencia en este amor de Dios, y saborearás su dulzura.» Sí; perdón, paz, vida, todos ellos son dones, dones divinos de Dios, presentados personalmente a cada peca­dor necesitado por el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo. No han de ser comprados, sino recibidos; como los hombres reciben el sol, completamente gratuito. No han de ser ganados ni merecidos con esfuerzos o sufrimientos, u oraciones ni lágrimas; sino aceptados al instan­te como comprados por el trabajo y sufrimien­tos del gran Sustituto. No hay que esperar para conseguirlos, sino que han de ser aceptados al instante sin ninguna vacilación o desconfianza, como los hombres aceptan el don de amor de un amigo generoso. No han de ser reclamados a base de aptitud o de bondad, sino de necesidad y de inmerecimiento, de pobreza y de carencia total.

1 comentario:

Anónimo dijo...

bueno a mi me gusto mucho la lectura y espero me sirva para hacercame mas a dios nuestro señor muchas gracias