Liberados del Pecado por el Gozo Soberano
Por Mike Riccardi
También quiero referir el modo con que me librasteis de aquel lazo estrechísimo con que el deseo de mujer me tenía fuertemente atado y de la servidumbre en que me tenían los cuidados y negocios seculares, para alabar por ello vuestro nombre, Dios y Señor mío, mi amparo y Redentor.. [1]
Mientras estaba sentado bajo la predicación del Evangelio de san Ambrosio de Milán, Agustín de Hipona tuvo la ocasión de escuchar los testimonios de los retóricos Victorino y de Anthony y los monjes egipcios educados filósofos que Agustín tenía en gran estima, hombres que habían venido bajo la convicción del Espíritu Santo por medio de las Escrituras y se humillaron al arrepentimiento y, a la fe en Jesucristo. En este momento el no podía soportar más las convicciones de su propia alma. Se enfrentó a su querido amigo Alipio y habló de la confusión interna que estaba experimentando.
Entonces en medio de aquella gran contienda que en lo más íntimo de mi corazón había yo excitado y sostenido fuertemente con mi alma, lleno de turbación, así en el ánimo como en el rostro, me volví hacia Alipio atropelladamente, y exclamé diciendo: ¿Qué es esto que pasa por nosotros?, ¿qué es lo que nos sucede?, ¿qué es esto que has oído? Levántanse de la tierra los indoctos y se apoderan del cielo, ¿y nosotros, con todas nuestras doctrinas, sin juicio ni cordura, nos estamos revolcando en el cieno de la carne y sangre?
Había un pequeño huerto en la posada donde estábamos…A este huerto me condujo el desasosiego de mi corazón, para que nadie impidiese la encendida guerra que contra mí mismo había yo comenzado… y no hacía más que enloquecerme con una locura que me era saludable, y padecer las ansias de una muerte que me daba la vida.” [2].
Agustín registra los próximos momentos como una batalla entre los placeres de su alma. Lo que así había detenido hasta el momento su conversión fue el placer del pecado compitiendo con los placeres de conocer y disfrutar de Dios en Cristo
Las cosas más frívolas y de menor importancia, que solamente son vanidad de vanidades, esto es, mis amistades antiguas, ésas eran las que me detenían, y como tirándome de la ropa parece me decían en voz baja: pues qué, ¿nos dejas y nos abandonas? ¿Desde este mismo instante no hemos de estar contigo jamás? ¿Desde este punto nunca te será permitido esto ni aquello?... ¿Imaginas que has de poder vivir sin estas cosas?” [3]
En este punto, Piper comenta: “Pero él comenzó a ver con más claridad que la ganancia fue mucho mayor que la pérdida, y por un milagro de la gracia, empezó a ver la belleza de la castidad en la presencia de Cristo.” [4]
Pero esto me lo decía ya con gran tibieza, porque por aquella misma parte hacia donde tenía puesta mi atención y adonde me daba miedo el pasar, se me descubría la excelente virtud de la continencia, que se me representaba con un rostro sereno, majestuoso y alegre, con cuya gravedad y compostura honestamente me halagaba para que llegase adonde ella estaba y desechase enteramente todas las dudas que me detenían; además de esto extendía sus piadosos brazos para abrazarme y recibirme en su seno.[5]
Y eso fue el colmo:
Yo fui y me eché debajo de una higuera; no sé cómo ni en qué postura me puse, mas soltando las riendas a mi llanto, brotaron de mis ojos dos ríos de lágrimas…decía a grito con lastimosas voces: ¿Hasta cuándo, hasta cuándo ha de durar el que yo diga, mañana y mañana?, pues ¿por qué no ha de ser desde luego y en este día?, ¿por qué no ha de ser en esta misma hora el poner fin a todas mis maldades? Estaba yo diciendo esto y llorando con amarguísima contrición de mi corazón, cuando he aquí que de la casa inmediata oigo una voz como de un niño o niña, que cantaba y repetía muchas veces: Toma y lee, toma y lee. Yo, mudando de semblante, me puse luego al punto a considerar con particularísimo cuidado si por ventura los muchachos solían cantar aquello o cosa semejante en alguno de sus juegos; y de ningún modo se me ofreció que lo hubiese oído jamás. Así, reprimiendo el ímpetu de mis lágrimas, me levanté de aquel sitio, no pudiendo interpretar de otro modo aquella voz, sino como una orden del cielo, en que de parte de Dios se me mandaba que abriese el libro de las Epístolas de San Pablo y leyese el primer capítulo que casualmente se me presentase.
Yo, pues, a toda prisa volví al lugar donde estaba sentado Alipio, porque allí había dejado el libro del Apóstol cuando me levanté de aquel sitio. Tomé el libro, lo abrí y leí para mí aquel capítulo que primero se presentó a mis ojos, y eran estas palabras: No en banquetes ni embriagueces, no en vicios y deshonestidades, no en contiendas y emulaciones, sino revestíos de Nuestro Señor Jesucristo, y no empleéis vuestro cuidado en satisfacer los apetitos del cuerpo. No quise leer más adelante, ni tampoco era menester, porque luego que acabé de leer esta sentencia, como si se me hubiera infundido en el corazón un rayo de luz clarísima, se disiparon enteramente todas las tinieblas de mis dudas. [6]
En ese momento, Dios había brillado en el corazón de Agustín para dar la luz del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Cristo (2 Corintios 4:6).
El gran teólogo de Princeton BB Warfield escribió sobre la conversión de San Agustín: “Así pues, un alma fue llevada a su Dios, le hizo tan firmemente Suyo que a lo largo de una larga vida de servicio a Él no conoció la menor vacilación de su lealtad.” [7] El historiador Stephen Nichols hábilmente bromea: “En el jardín el paraíso fue perdido, y en un jardín fue, para Agustín, recuperado” [8]
Pero quizás las mejores palabras para describir la conversión de Agustín son suyas:
¡Oh, cuán dulce y gustoso se me hizo repentinamente el carecer de unos deleites que no eran más que simplezas y vanidades! Pues si antes me daba susto el perderlas, después me daba gusto el dejarlas. Porque Vos, Señor, que sois la verdadera y suma delicia, las echabais fuera de mi alma; y no solamente las echabais fuera, sino que en su lugar entrabais Vos, que sois dulzura soberana y superior a todos los deleites, aunque imperceptible por los sentidos de la carne y de la sangre; entrabais Vos, que sois más claro, hermoso y transparente que toda luz, aunque más escondido y secreto que todo cuanto hay secreto y escondido; entrabais Vos, que sois más excelso, sublime y elevado que todos los honores, aunque no para aquéllos que se tienen por grandes en sí mismos…. mi gloria, mis riquezas, mi salud, mi Dios y mi Señor. [9]
Que el Señor Dios mismo conduzca a Su pueblo de los gozos inútiles que temen perder tontamente. Y que lo haga, no por la extinción de nuestro placer, sino mediante conducirlo a la Fuente de todo placer: a El mismo - el verdadero gozo Soberano.
[1] Confessions , VIII.6.13.
[2] Confessions , VIII.8.19.
[3] Confessions , VIII.26.
[4] Piper, The Legacy of Sovereign Joy , 52.
[5] Confessions , VIII.26.
[6] Confessions , VIII.12.28-29.
[7] Warfield, Calvin and Augustine , 363.
[8] Nichols, Pages from Church History , 76.
[9] Confessions , IX.1.
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