Guerra en la Iglesia
Por John MacArthur
El posmodernismo es, en su esencia, un ataque a toda la verdad. Y el evangelio de Jesucristo -que es "el camino, la verdad y la vida" (Juan 14:6, énfasis añadido)- es un claro enemigo de esa agenda. No es de extrañar que los posmodernos se hayan empeñado en las últimas décadas en infiltrarse en la iglesia de Cristo y derrocar su mensaje exclusivo y sus pretensiones de verdad absoluta.
Pero esta no es, ni mucho menos, la primera vez que la guerra de la verdad se inmiscuye en la iglesia. Ha sucedido en cada época importante de la historia de la iglesia. Las batallas por la verdad se libraban dentro de la comunidad cristiana incluso en los tiempos apostólicos, cuando la iglesia apenas comenzaba. De hecho, el registro de las Escrituras indica que los falsos maestros en la iglesia se convirtieron inmediatamente en un problema significativo y generalizado dondequiera que el evangelio fuera.
Prácticamente todas las principales epístolas del Nuevo Testamento abordan el problema de una u otra manera. El apóstol Pablo luchaba constantemente contra las mentiras de los "falsos apóstoles [y] obreros engañosos que se disfrazan de apóstoles de Cristo" (2 Corintios 11:13). Pablo dijo que eso era de esperar. Después de todo, es una de las estrategias favoritas del maligno: "No es de extrañar, pues hasta Satanás se disfraza de ángel de luz. Por eso no es de extrañar que también sus siervos se disfracen de siervos de justicia" (2 Corintios 11:14-15).
Hay que ser muy ingenuo para negar que algo así pueda ocurrir en nuestra época. De hecho, está ocurriendo a gran escala. Ahora no es un buen momento para que los cristianos coqueteen con el espíritu de la época. No podemos permitirnos el lujo de ser apáticos respecto a la verdad que Dios ha puesto en nuestra confianza. Es nuestro deber guardar, proclamar y transmitir esa verdad a la siguiente generación (1 Timoteo 6:20-21). Los que amamos a Cristo y creemos en la verdad plasmada en sus enseñanzas debemos despertar a la realidad de la batalla que se libra a nuestro alrededor. Debemos hacer nuestra parte en la antigua guerra de la verdad. Tenemos la sagrada obligación de unirnos a la batalla y luchar por la fe.
En un aspecto estrecho, la idea que impulsó el movimiento de la Iglesia Emergente era correcta: el clima actual del posmodernismo representa una maravillosa ventana de oportunidad para la iglesia de Jesucristo. El racionalismo arrogante que dominó la era moderna ya está agonizando. La mayor parte del mundo está atrapado en la desilusión y la confusión. La gente está insegura acerca de prácticamente todo y no sabe a dónde acudir en busca de la verdad.
Sin embargo, la peor estrategia para ministrar el evangelio en un clima como este es que los cristianos imiten la incertidumbre o se hagan eco del cinismo de la perspectiva posmoderna, y de hecho arrastren la Biblia y el evangelio a ella. En cambio, debemos afirmar contra el espíritu de la época que Dios ha hablado con la mayor claridad, autoridad y finalidad a través de su Hijo (Hebreos 1:1-2). Y tenemos el registro infalible de ese mensaje en las Escrituras (2 Pedro 1:19-21).
El posmodernismo es simplemente la última expresión de la incredulidad mundana. Su valor central -una dudosa ambivalencia hacia la verdad- no es más que el escepticismo destilado a su pura esencia. No hay nada virtuoso ni genuinamente humilde en ello. Es una rebelión orgullosa contra la revelación divina.
De hecho, la vacilación del posmodernismo sobre la verdad es exactamente antitética a la audaz confianza que las Escrituras dicen que es el derecho de nacimiento de cada creyente (Efesios 3:12). Esa seguridad la produce el propio Espíritu de Dios en los que creen (1 Tesalonicenses 1:5). Debemos aprovechar al máximo esa seguridad y no temer enfrentarnos al mundo con ella.
El mensaje del Evangelio, en todos los hechos que lo componen, es una proclamación clara, definitiva, confiada y autoritativa de que Jesús es el Señor y que da vida eterna y abundante a todos los que creen. Nosotros, los que verdaderamente conocemos a Cristo y hemos recibido ese don de la vida eterna, también hemos recibido de Él una comisión clara y definitiva de entregar el mensaje del evangelio con valentía como sus embajadores. Si no somos claros y distintos en nuestra proclamación del mensaje, no estamos siendo buenos embajadores.
Pero no somos simplemente embajadores. Al mismo tiempo somos soldados, encargados de librar una guerra por la defensa y la difusión de la verdad frente a las innumerables embestidas contra ella. Somos embajadores, con un mensaje de buenas noticias para las personas que caminan en una tierra de tinieblas y habitan en la tierra de la sombra de la muerte (Isaías 9:2). Y somos soldados, encargados de derribar los baluartes ideológicos y echar abajo las mentiras y los engaños engendrados por las fuerzas del mal (2 Corintios 10:3-5; 2 Timoteo 2:3-4).
Observe bien: Nuestra tarea como embajadores es llevar las buenas noticias a la gente. Nuestra misión como soldados es derribar las ideas falsas.
Debemos mantener estos objetivos; no tenemos derecho a librar una guerra contra la gente ni a entablar relaciones diplomáticas con ideas anticristianas. Nuestra guerra no es contra carne y sangre (Efesios 6:12); y nuestro deber como embajadores no nos permite comprometernos o alinearnos con ningún tipo de filosofías humanas, engaños religiosos o cualquier otro tipo de falsedad (Colosenses 2:8).
Si estas parecen tareas difíciles de mantener en equilibrio y en la perspectiva adecuada, es porque lo son.
Judas ciertamente entendió esto. El Espíritu Santo le inspiró a escribir su breve epístola a personas que estaban luchando con algunos de estos mismos asuntos. No obstante, les instó a contender fervientemente por la fe contra toda falsedad, al tiempo que hacía todo lo posible por librar a las almas de la destrucción: "arrebatándolas del fuego . . aborreciendo aun la ropa contaminada por la carne." (Judas 23).
Así que somos embajadores-soldados, llegando a los pecadores con la verdad, incluso mientras hacemos todo lo posible para destruir las mentiras y otras formas de maldad que los mantienen en una esclavitud mortal. Este es un resumen perfecto del deber de cada cristiano en la guerra por la verdad.
Martín Lutero, ese noble soldado del evangelio, arrojó el guante a los pies de cada cristiano en cada generación después de él, cuando dijo:
Si profeso con la voz más alta y la exposición más clara cada porción de la verdad de Dios, excepto precisamente ese pequeño punto que el mundo y el diablo están atacando en ese momento, no estoy confesando a Cristo, por más que lo esté profesando audazmente. Donde se libra la batalla, allí se prueba la lealtad del soldado; y estar firme en todo el campo de batalla además, es mera huida y desgracia si flaquea en ese punto.
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